Decía Proust, el yo que veis nada tiene que ver con mi verdadero yo. Casi todo el mundo, desde el momento de alcanzar su uso de razón tiene sus opiniones, más o menos esbozadas, sobre todo y sobre todos; el problema es que pocos se atreven a declararlas en voz alta, manteniéndolas, por lo general, en el ámbito de su alcoba, y a veces ni eso, por razones obvias. Tal y como se encuentra organizada la sociedad, lo más apto es la prudencia, la cautela (el viejo dicho de que uno es amo y señor de lo que calla y esclavo de lo que dice o se le escapa), o sea el miedo: miedo a ser catalogado, denigrado, vejado. Miedo a ser considerado un "bocazas", un charlatán, un indiscreto.
Frases evasivas como la típica: "Mire usted, yo no sé nada de lo que me pregunta", remachada, a veces, por un rotundo " ni me importa". "Mire usted, yo paso de la política y de o sé cuántas cosas más". "Yo, como me advirtió mi padre, a mi misa y a mi olla". Son dichos propios del esclavo, que teme el enojo del poderoso, el látigo del amo. Ha habido y hay personas que se van a la tumba sin manifestar ante los demás su verdadero yo, su verdadera faz, gentes cautelosas que hablan en voz baja y acostumbran a tragar sapos y culebras, hasta que mueren.
Frente a tales timoratos, existen los propagadores de lances, de crónicas, gentes a quienes las cosas les queman entre los labios y son incapaces de guardar una confidencia, un secreto, como aquel Mario Cabré, el torero que una noche compartió lecho con la libertina Ava Gardner, y, con las primeras luces del alba, salió disparado de la alcoba de la diva, y, cuando ésta, todavía aletargada y presa de los vapores del alcohol, le preguntó dónde iba, el diestro le replicó sin rodeos: "Pues a contarlo, si no, lo ocurrido carece de importancia".
Es lógico, pues, que muchos columnistas de opinión opten, en determinados momentos, por irse por las ramas en vez de coger el toro por los cuernos. ¿Por qué? Por múltiples razones. Por no sentirse respaldados, por temor a las represalias, por miedo a quedarse en la puñetera calle, etc. Hay, no obstante, una edad y una condición en la que, perdida ya, cualquier tipo de ambición terrena, y alcanzada cierta edad, se permite uno opinar y enjuiciar según su leal saber y entender. Es la hora de la dignidad.
Sin embargo, incluso en ese estadio, sigue habiendo peligros, e incluso graves para quienes expresan sus opiniones libremente. Esto acaba de ocurrir en España, justo cuando pensábamos, después de la célebre demolición del diario Madrid por el régimen agonizante de Franco, que no volveríamos a las andadas y que no vendría dirigente alguno a poner en peligro la libertad de prensa y de opinión. Y, he aquí que, semejante desdicha no ha venido de ningún político de la tradicional derecha, sino nada más y nada menos, ¡quién lo iba a decir!, que del partido socialista. Tanto Pedro Sánchez, como su consejero áulico Zapatero, obsesos de los medios de comunicación, han ejercido, justo es denunciarlo, unas presiones tan fuertes sobre medios informativos, programas o periodistas y comentaristas, dispuestos a dejarse "seducir" por las promesas y las dádivas de tales próceres, que, en los últimos meses, hemos alcanzado unas cotas vergonzantes de confusionismo.
Ha habido programas, como la célebre tertulia de la noche de 24 horas, de donde, en un canal de televisión que pagamos todos los españoles con nuestros impuestos, quedaron, de la noche a la mañana, excluidos todos los tertulianos que no apoyaran fehacientemente al sanchismo de nuevo cuño. Y así, de vergüenza en vergüenza, los que hemos procedido según los dictámenes de nuestra conciencia, nos vemos a diario a los pies de los caballos, incluso entre nuestros hijos y amigos, que consideran que nos hemos pasado a las filas del adversario con armas y bagajes. Tales son los efectos del confusionismo y del desconcierto, tanto más graves cuando no disponemos de un Unamuno, un Ortega, un Tierno Galván, ni siquiera de un político honesto y ecuánime como el añorado Rubalcaba, a quien, en tales momentos de caos generalizado, poder dirigirnos, como hacían los franceses cuando, en vida de Sartre, esperaban a que éste se pronunciara en momentos tan trascendentales como los que nos ha tocado vivir.
Nos queda, sin embargo, ¡quién si no!, a Machado, don Antonio, aquel de "españolito que vienes...", cuando, con ese don especial que le dio Dios, dice: "Tu verdad, no la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela".