El esperpento en que han convertido la política muchos dirigentes actuales es un claro síntoma de degeneración latente que pone en serio peligro los valores de la democracia. Lo que vemos a diario rayaría en lo chusco y aún en lo hilarante, de no ser porque los actores son trágicos bufones, imbuidos de un poder dañino que no dudan en arrasar cuanto le sale al paso.
Qué decir si no, del despiadado Netanyahu, alma de hiel, genocida perverso que parece humano, pero evidentemente no lo es, pues, como es notorio, ha procedido a asesinar sistemáticamente, en lo que es ya una guerra de exterminio, a 70.000 palestinos (35.000 niños); hoy veíamos, en las pantallas de nuestros televisores, media docena de criaturas asesinadas como perros, ante la indiferencia de unos y la impotencia de otros; un Netanyahu que, exultante, sugería, el pasado lunes, con toda la desfachatez imaginable, a su compinche, el presidente Trump, proponerlo para el Nóbel de la Paz (el gran sueño del papacito Donald, que se frustró por no verse elegido Papa; pero que se resigna a aquello de «a falta de pontificado, bueno es un Nóbel)». De ahí su respuesta afirmativa, ¡Me parece muy oportuno! ¡Ay, si Alfred Nobel levantara la cabeza y viera lo que estos bellacos, hastiados de dinero y de cadáveres, intentan hacer con esa sagrada institución!
Mas no es preciso marcharse tan lejos, ni elevarse tanto, para toparse con situaciones análogas, que habrían servido a los grandes comediógrafos para pergeñar obras absurdas, y a nuestro Valle-Inclán, esperpentos. Véase, si no, la tantas veces sacada a colación cumbre de Sánchez con madame Nogueras, que supuso la apertura de las negociaciones entre Santos Cerdán y el prófugo Puigdemont. Acuerdos firmados a espaldas del pueblo, que significaron la amnistía de cientos de golpistas catalanes, y la ruptura de la caja común (la «pela», siempre la «pela», que decía Plá, perfecto conocedor de la burguesía catalana). Menudo lince el tal Cerdán, al que sólo le faltó susurrar cuando ponía su inmaculado trasero para que hicieran lo propio, «perdone que le dé la espalda». Ahora que, pillado con el carrito de los helados, juega al mus en la cárcel de Soto del Real, igualando los méritos de su interlocutor de Waterloo, el ciudadano de bien se pregunta:»¡Como es posible semejante afrenta al pueblo español por dos auténticos delincuentes, realizada allende nuestras fronteras, y sancionadas por 180 diputados que sabían perfectamente que iban a quedar señalados por la Historia como aquellos felones que votaron en 1781 la muerte de Luis XVI en la guillotina!
Sin embargo, estamos tan acostumbrados a ver al capitán Sánchez cambiar de opinión, decir digo donde dijo diego, mentir a troche y moche, y vender lo que sea preciso vender -incluidas su dignidad y la nuestra-, con tal de seguir aferrado al machito, que no nos extrañaría que, con tal de desviar el curso de los acontecimientos que tan adversos son para él y para su entorno en estos momentos, intentara proponer una ley una ley contra la prostitución, cuando muy bien sabe que ello supondría tirar piedras contra su tejado, por cuanto una de las flaquezas máximas del, ya célebre, «trío de Koldo», eran las mesalinas, a ser posible de lujo, por quienes, todo magnánimos y complacientes, parecían dispuestos a buscarles un puesto de trabajo -pagado, como no podía ser de otro modo, por el ingenuo contribuyente- sin tener, claro está, que fichar.
Relegado, como Felipe González, Alfonso Guerra, Emiliano García-Page y otros, hacia la «fachosfera», lo que uno, en su inocencia, no puedo entender es cómo es posible que, visto lo visto, que es demasiado para el cuerpo, los diputados, senadores soi-disants socialistas (aunque creo que convendría más bien denominarlos «sanchistas»), más otros varios centenares de cargos bien remunerados, permanezcan mudos al unísono, sin que ni un se atreva a discrepar, y prestos a lanzar improperios contra el disidente, como el otro día contra Page. ¿Tanto es el miedo de las turbas a ser señaladas; a perder salario o posición social? Porque no es posible que la ceguera o, incluso, el fanatismo alcance tales cotas.
Lo de Feijó y lo de Vox me parece un mantra excesivo. Recuérdese la frase de Jean-Paul Sartre, con la que me solidarizo plenamente, cuando, en un determinado momento de corrupción y confusión cercano a Mayo del 68, escribió: «Nunca estuvimos tan unidos los franceses como contra los nazis», pues apliquémonos el cuento. No hay nadie imprescindible y menos aún un político (la única profesión para la que no hay que opositar).