Ha pasado ya un año desde el esperpento de la aparición del expresidente de Cataluña, Carles Puigdemont, el día de la investidura del nuevo presidente catalán tras su llegada a Barcelona, mitin y huida de nuevo a Waterloo, con la que Junts trató de impedir que Cataluña volviera a estar dirigida por un socialista, Salvador Illa, después de catorce años de gobiernos independentistas. Puigdemont, llegó, fuese y hubo lo mismo que los días precedentes, el intento de alterar desde su condición de prófugo la política catalana y la nacional. Las urnas le han dado más poder con lo segundo que con lo primero, dada la conjunción del PSC, ERC y los comunes para sobreponerse a los años del 'procés' y tratar de resolver los problemas el día a día de los catalanes.
Los asuntos de España y de Cataluña están completamente imbricados porque las presidencias de Illa y Pedro Sánchez dependen de ERC en Cataluña, y de Junts en Madrid. Pero mientras ERC muestra un talante más pragmático y conciliador, Junts se ha encargado de impedir el desarrollo normal de la legislatura con su oposición a las principales normas que propone el Gobierno, y en especial a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Ambos gobiernos, catalán y nacional, se encuentran además mediatizados por el avance en el cumplimiento de los compromisos que llevaron a los independentistas a apoyar sus investiduras.
Un año después de que Illa accediera al Palau de la Generalitat no se puede negar que la situación en Cataluña ese encuentra mucho más normalizada, el independentismo atraviesa sus horas más bajas, se han recuperado relaciones institucionales de la Generalitat con la Casa Real e Illa participa en las conferencias de presidentes y se ha avanzado con mucha cautela en algunas de las pretensiones independentistas tanto en materia de financiación singular -pactada con ERC- como en otras transferencias en emigración o cercanías, y está previsto poner en marcha infraestructuras como las del aeropuerto del Prat que se encontraban en el cajón, además de que el Govern trabaja para que Cataluña vuelva a ser la locomotora de la economía nacional.
Existe el convencimiento de que casi todos los acuerdos pactados entre los socialistas y los independentistas no se podrán poner en práctica a corto plazo, y que se necesitará más tiempo del que resta de legislatura, en el caso de que no se adelanten las elecciones. En el momento en que esta finalice, y si como todos los pronósticos vaticinan, no se podrá formar otro gobierno 'progresista', el PP ya ha advertido que derogará algunas de las leyes que han contribuido a la pacificación de Cataluña, como la ley de amnistía, declarada constitucional pero paralizada su ejecución por el Tribunal Supremo, abortará cualquier posibilidad de que se implante lo que los populares definen como el "cupo catalán", y se endurecerá el Código Penal para reintroducir delitos como la sedición o la convocatoria de referendos ilegales.
A expensa de lo que pudieran deparar unas hipotéticas conversaciones entre los partidos de Feijóo y Puigdemont, que de vez en cuando aparecen como el Guadiana, aunque serían un sindiós para muchos de los votantes populares catalanes y nacionales, al PP no se le ha escuchado ninguna propuesta en positivo hacia Cataluña, ni en materia de financiación autonómica, pese al déficit en inversiones que representa el mayor agravio comparativo para los independentistas que piden el reconocimiento de la ordinalidad, ni de carácter político, ni en materia de transferencias.
Salvador Illa ha contribuido a la normalización de Cataluña, pero quedan muchos frentes abiertos -Puigdemont es uno de ellos- que pueden revertir la situación actual si se actúa con brocha gorda.