Recuerdos de un viaje a Atienza

Plácido Ballesteros
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Boletín de la Sociedad Española de Excursiones. 10 de mayo de 1934

Recuerdos de un viaje a Atienza

“Poco después de las ocho de la mañana, unidos los miembros de esta Sociedad con otros de la Casa de Guadalajara que gentilmente nos invitaron a hacer el viaje en su compañía, salimos de Madrid el 10 de mayo, festividad de la Ascensión, y luego de desayunar en Guadalajara y detenernos un momento para admirar la bella puerta de la muralla de Hita así como para tomar unas vistas del evocador castillo de Jadraque, seguimos el camino que conduce a la histórica villa de Atienza a la que dimos vista ya dadas las doce.

Quienes sólo conocían esta interesantísima población por referencias o por algunas fotografías que en modo alguno pueden dar ni aproximada idea de la realidad, quedaron admirados ante la fortísima y sugestiva situación de la villa encaramada en la ladera meridional de empinado cerro al que corona un peñón estrecho y largo, cortado a pico por todas partes, parecido a navío desarbolado luciendo como fanal de proa un torreón gallardísimo.

Actuó como guía y organizador de la excursión nuestro consocio y ardiente alcarreño Dr. Layna Serrano, autor de una obra meritoria sobre los Castillos de Guadalajara, y siguiendo su parecer, en lugar de entrar en la villa de Atienza continuamos hasta la falda septentrional del cerro, para tomar por asalto y a pecho descubierto la enriscada fortaleza. En los tiempos que corren, las armas más sirven de estorbo que de otra cosa; las más convenientes fueron un bastón de aguda contera, pero como algunos preferimos la máquina fotográfica a fin de rendir con sus disparos el castillo inexpugnable, pagamos el error dando con nuestros cuerpos en tierra al resbalar por la pendiente inverosímil; el que suscribe fue una de estas víctimas; pero todos a una, ayudándonos recíprocamente con pies y manos, seguimos luchando con valor hasta ganar la puerta de la fortaleza, sin que dejáramos de rendir un admirativo recuerdo a D. Álvaro de Luna que en 1466 subió por esta cuesta para parlamentar con el alcaide Rodrigo de Rebolledo, que tenía la villa por los navarros y resistía valientemente a las tropas castellanas de Juan II y su condestable.

Con no quedar del antiguo castillo más que los muros que defienden la entrada y el torreón del homenaje, más dos grandes aljibes y restos de las cortinas, queda el castillo todo, pues lo mismo en los tiempos ibéricos, cuando Atienza luchó contra el ejército romano, que en la época musulmana, que en la medioeval, la fortaleza estaba constituida por el peñón mismo, de unos cien metros de largo por treinta de anchura máxima, cortado verticalmente por todos lados con una altura de doce a quince metros. La ascensión es ruda y trabajosa, pero harto la compensan tanto la riqueza evocadora de la insigne fortaleza como el panorama que desde su altura se contempla, verdaderamente maravilloso; al pie del castillo, la villa de Atienza con su doble recinto murado; a lo lejos hacia el sur, la meseta alcarreña y tras ella a unos 40 kilómetros de distancia en línea recta, las Tetas de Viana asomadas al Tajo, límite de la jurisdicción de Atienza en la Edad Media; al noroeste tras el cónico cerro del Padrastro, la suave escotadora del portezuelo de Miedes que nos recordaba el paso del Cid según lo narra su poema ...

Con ver todo aquello y escuchar las amenas y eruditas noticias procuradas por nuestro compañero y guía se nos iba amablemente el tiempo, y aun sintiéndolo, hubimos de desamparar el castillo de Atienza bajando por la antigua rampa de subida al mismo hasta la que fue parroquia de Santa María del Rey, hoy capilla del cementerio municipal; edificio interesante de cuadrado ábside románico, con la primitiva puerta muy bella reconstruida en el muro norte, ostentando en sus incompletas dovelas una doble inscripción latina y árabe por la cual se sabe que la iglesia fue alzada en el primer tercio del siglo XII, por Alfonso I el Batallador, monarca aragonés casado con la castellana Urraca; la puerta principal, gran arco abocinado de ruda y múltiple imaginería, es interesante; así como el altar mayor de fines del XVI o comienzos del XVII, cuya predella la constituyen varías tablas muy buenas, procedentes al parecer de anterior retablo y que representan a los profetas y las sibilas.

Daban las dos de la tarde en nuestros relojes y más aún en nuestros estómagos, cuando nos dirigimos para reparar las fuerzas perdidas a cierto restaurant situado en la pintoresca plaza de la Constitución, separada de la del Trigo por la antigua e interesantísima puerta de San Juan o de «arrebatacapas», abierta en la muralla del primer recinto; como es natural, disparamos nuestras máquinas ante ella así como ante una casona hidalga de severo balcón esquinado y ante otras de bellísimos aleros que hay en la mentada plaza del Trigo, y otras que lucen historiados escudos en la de la Constitución.

Si no fuera porque tal afirmación sería un disparate mayúsculo; diría que lo mejor de nuestra visita a Atienza fue la suculenta comida que nos dieron; no lo digo, porque es tan sugestiva Atienza, que merece ser visitada aun pasando el día sin comer, lo que es el colmo dada la cuantía y calidad de sus cuestas, capaces de rendir al hombre más fuerte; pero la comida fue algo de recuerdo imborrable, pues a las enormes y bien sazonadas tortillas de jamón, sucedieron en pantagruélica abundancia unos corderos asados que nos supieron a gloria; lo mismo puede decirse de las perdices escabechadas, los abundantes y selectos entremeses, postres y buen vino; por si esto era poco, una escogida representación de atencinos nos acompañó a la mesa siguiendo la tradición hidalga y hospitalaria de la villa; por último, a la hora del café, el Dr. Layna nos encantó refiriéndonos a grandes rasgos la interesante historia de Atienza y enumerando las joyas de arte que veríamos después.

Ya cerca de las cuatro fuimos a la parroquia de la Trinidad, cuyo ábside románico fue acariciado por los objetivos de nuestras máquinas fotográficas; el párroco D. Julio de la Llana, que es una persona de gran cultura y bondad, nos enseñó la parroquia con detenimiento …

Después de una rápida visita a la hermosa parroquia de San Juan, donde fuimos recibidos cariñosamente por el párroco D. Crispín Guijarro, bajamos a la antigua parroquia de San Bartolomé, de cuadrado ábside románico, así como la puerta y el pórtico bastardeado al ser reconstruido, en el siglo XVI; en esta parroquia admiramos la bella capilla del Cristo de Atienza de la cual se ha ocupado el Dr. Layna en el último número de nuestro Boletín.

Las seis eran dadas, la tarde se nos iba de las manos, y con gran sentimiento hubimos de abandonar Atienza, cuya encantadora silueta perdimos al internarnos en el barranco del Hierro camino de Cogolludo. Al llegar a Alcorlo, una parada; se abría ante nosotros el maravilloso desfiladero del Congosto cruzado por las transparentes aguas del torrencial Bornoba y cerrado al final por frondosa alameda y airoso puente romano; recorrimos el encantador desfiladero en el que hay grutas interesantísimas como la llamada de los murciélagos, constituida por numerosas y amplias estancias de alta bóveda natural perforada por agujeros con carácter de lucernarios, grutas indudable cobijo del hombre prehistórico, harto merecedoras de un estudio sistemático .

Ya era muy de noche cuando arribamos a Cogolludo, pueblo que nos recibió con aplausos y vítores; hubimos de contemplar el famoso palacio de los duques de Medinaceli, a la luz de unas velas; las autoridades mostraron empeño en hacernos pasar allí la noche para obsequiarnos y que a la mañana pudiéramos visitar la villa con detenimiento, y como no accedimos, nos invitaron a tomar en el casino un refresco del que a la verdad estábamos muy necesitados; ya las nueve eran por filo cuando pusimos rumbo a Madrid, encantados de Atienza, prometiéndonos unos a otros repetir la agradable visita, y ansiosos por corresponder a las atenciones recibidas en Cogolludo, yendo otro día a hora más favorable para gustar sin prisas de sus encantos y de la hidalguía de sus vecinos. L. P.”