Hay un poema de Robert Frost que casi todo el mundo cree conocer. Se titula The Road Not Taken y se enseña en institutos, se cita en discursos motivacionales y circula, troceado, por redes sociales con la apariencia de un mensaje claro: atrévete a desviarte, sé diferente, toma el camino menos transitado. Pero lo cierto es que el poema no dice eso. O, al menos, no lo dice en el sentido que muchos le atribuyen.
La escena es sencilla: el poeta se encuentra en medio de un bosque en otoño y se topa con una bifurcación de dos caminos. No puede recorrer ambos y sabe que probablemente no tendrá ocasión de regresar. El poeta elige entonces el que «parecía menos transitado», aunque inmediatamente después reconoce que, en realidad, ambos caminos eran really about the same (prácticamente iguales en desgaste, en dirección, en misterio). No hay un sendero claro hacia la diferencia, no hay un acto fundacional que determine el carácter, solo la conciencia, un poco melancólica, de haber elegido algo. Sin embargo, Frost anticipa que, años más tarde, cuando cuente esta escena, cuando la convierta en anécdota, dirá que eligió «el camino menos transitado» y que eso marcó la diferencia, como si su decisión hubiera sido heroica, singular, reveladora; como si desde ese pináculo pudiera leerse todo hacia atrás o hacia delante para encontrarle un sentido profundo a nuestros pasos.
El poema de Frost suele ser leído de dos maneras: como lamento por las cosas que no elegimos (nos gustaría vivir infinitas veces, probar adónde nos llevaba cada uno de los caminos para después elegir cuál será nuestra vida definitiva), o como una petición a que te atrevas a obrar de forma diferente a la obvia, a lo que se espera de ti. Sin embargo, lo que el poema muestra, en mi opinión, es nuestra tendencia a fabular con (o a dignificar) nuestras propias decisiones; a construir un relato a posteriori que justifique quiénes somos y por qué todo tuvo que suceder como sucedió, dotándolas de una ética o una épica irrechazable que excluye lo aleatorio: o bien creemos que lo que hicimos era ineludible (que estaba escrito, que era el destino), o bien es una muestra de la firmeza de nuestro carácter, que forjamos y demostramos en cada decisión (por eso el poema termina con un «tomé el camino menos transitado, y eso lo ha cambiado todo»). No se trata de un poema sobre la valentía de salirse del camino trazado, sino sobre la necesidad que tenemos de creer que hicimos lo correcto o necesario, sobre cómo narramos nuestra biografía como si hubiese un plan, propio o divino, cuando muchas veces lo único que hubo fue una curva suave en mitad del bosque que tampoco importaba demasiado.
Veinte años más tarde de que Frost escribiese su poema, T. S. Eliot escribió Burnt Norton, que comienza con las famosas líneas: «Tiempo presente y tiempo pasado, quizás ambos presentes en el tiempo futuro, y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. Si todo tiempo es eternamente presente, todo tiempo es irredimible».
En este caso, el poema de Eliot suele leerse como una meditación filosófica o poética sobre la naturaleza del tiempo que, como el ser parmenídeo o la mónada leibniziana, está replegado sobre sí mismo (y si una cosa sucede detrás de otra es solo por la conciencia humana, que se ve obligada a entender la realidad de forma secuencial: he aquí su finitud y su desgracia). Es posible que así sea; desconozco casi todo lo que la física contemporánea tiene que decir sobre la naturaleza del tiempo, pero me gusta leer el inicio de Burnt Norton en relación con el poema de Frost: no sé si que las cosas sucedan una detrás de otra y no todas a la vez tiene solo que ver con nuestra condición humana; lo que sí sé es que, cuando accedemos a nuestras decisiones ya tomadas (como «el camino menos transitado»), las leemos desde el presente (que en aquel entonces era nuestro futuro); que si pensamos en nuestro futuro solo lo podemos hacer siguiendo los patrones del pasado, y que muchas veces vivimos nuestro presente imaginando ya cómo lo narraremos al día siguiente, dentro de unos años.
Tal vez por eso no hay manera de elegir sin mentirse un poco. Cada decisión que tomamos se convierte, tarde o temprano, en un texto que editamos (borramos lo que no cuadra, subrayamos lo que parece augurio, convertimos la casualidad en causa), hasta que conseguimos una versión más o menos soportable de nosotros mismos. Decidimos, sí, pero sobre todo escribimos nuestras decisiones hasta que tienen forma, sentido, estilo. Incluso las más triviales (una conversación, un tren perdido, una frase que dijimos sin pensar, un camino que parecía más audaz que otro) se reescriben hasta encajar en esa especie de novela involuntaria que llamamos vida.
Quizá no se trata de buscar el camino correcto, ni siquiera el menos transitado, sino de reconocer que no hay tal cosa. Que elegimos a ciegas y luego inventamos el mapa. Que no hay redención ni en el tiempo ni en nuestras redenciones, pero sí relato; y que puede que ese relato sea tanto o más opresivo que la crueldad implacable del paso del tiempo, del hecho de no poder tomar dos o más caminos a la vez.
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