Siempre ha sido de las mejores cocinas del mundo, lo diga Michelin o San Michelin. Es verdad que las medallas Michelin han impulsado mucho toda la gastronomía, pero también han estirado los precios hasta tal altura que cuando algún cocinero consigue una, o dos o tres piensa que puede multiplicar el precio por uno, dos o tres, entrando en barrena hasta que se mete el castañazo.
En España se cocina tan bien que en cualquier taberna de la esquina de cualquier plaza de cualquier pueblo, podemos encontrar el mejor pescado, el mejor asado o lo mejor de la huerta. Navarra, Logroño, Alicante, San Sebastián, han sido la cuna de muchos cocineros que han perfeccionado nuestros platos, y los buenos, -buenos con estrella o sin ella-, si se han mantenido en sus precios y en su calidad ahí siguen. Triunfan con esos productos mediterráneos que tanto se han pulido de Estambul hasta Algeciras, -por llevarle la contraria a Serrat-, o desde el Sur, inventados en Egipto, se han ido perfeccionando después de 5.000 años o más a la sombra de las pirámides, el Partenón, el Coliseo, Las Galias … y se han ido corriendo por todo lo que olía a latín. Muchos han venido a enseñar o a aprender aquí, como Robuchon en Alicante, y otros se han traído lo que sabían desde Navarra, Alsasua, Cádiz y lo han desperdigado de Norte a Sur y de Este a Oeste. Echamos en falta a los Oyarbide, aunque queda uno que se ha hecho un búnquer en su pueblo natal Alsasua para que no se olviden que desde allí, su familia vino a Madrid a conquistar esas 3 estrellas Michelin que adornaron su Zalacain querido. No se me olvidan los innovadores como Paul Bocuse o nuestro gran Ferrán Adria, que de buenos cocineros quisieron convertirse en equilibristas del fogón, intentando enmendar la plana a la pléyade de mesoneros, taberneros, cantineros, posaderos y chef de palacio que vivieron por nuestro mediterráneo o por las costas del cantábrico hasta Ribeira buscando el producto sin toquetearlo mucho para que llegue a la boca con ese olor a mar o a carbón que tanto nos gusta. Al final, muy buena tiene que ser la cocina creativa y experimental para que sobreviva al impulso del tiempo y de la fuerza de la gravedad. Si te sorprende el aceite de oliva servido como pasta de dientes, lo hará una vez, pero la gente, en nuestro país, -no hablo de otros-, está esta los cataplines de que en todos los platos le quieran meter trufa, el que el caviar sea lo que guie nuestros pasos, y que el champagne francés de 500 € la botella sea de consumo obligatorio en esos rosarios de degustación, que más bien le parecen viacrucis al pagano de turno, en los restaurantes de los michelines.
Pero al final se vuelve al principio, hasta Ferrán Adria lo reconoce. Viva Arguiñano, la Marquesa de Parabere, los langostinos hervidos sin salsas raras, las cocochas, el cordero y los platos de cuchara con poquitas innovaciones pero bien hechos, sin que nos cueste un riñón. El tiempo, las crisis y la mili de los aficionados nos ha llevado otra vez a lo clásico, y que el laboratorio está de puta madre en los polígonos industriales pero no con cocineros, sino con bata blanca y probeta, y que no nos quieran vender como en oro en paño lo que ya nos habían vendido los romanos. Sin complejos, al pan pan y al vino vino.