Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El oficio de matar

02/06/2025

Parece ser que por donde quiera que vayamos, siempre encontramos dos varas de medir, dos tipos de puertas para entrar, dos embudos para colar. Cuando el rey Leopoldo II de Bélgica causó la muerte y la mutilación de brazos y pernas a millones de congoleños con el fin de enriquecerse, el asunto durante décadas permaneció oculto, de manera parecida a lo que acaeció cuando los nazis aplicaron la «solución final» a seis millones de judíos en los campos de exterminio, o cuando el padrecito Stalin mató a un cuarto de la población rusa, además de otras lindezas. 
 Quien más quien menos creía firmemente que el mundo, escarmentado, tras el bestial desenlace de la Segunda Guerra Mundial, por fin iba a entrar en razón y se iban a empezar a respetar los derechos humanos. La vida del ser humano es sagrada, y no digamos la de un niño o niña. Sin embargo, y pese a las continuas guerras locales, ha bastado una para que de nuevo los Cuatro Jinetes del Apocalipsis hayan irrumpido de nuevo en nuestras vidas, mostrándonos de nuevo su terrible faz. 
Tras la pandemia, Putin invadió Ucrania y, a raíz de la vandálico e incalificable agresión de Hamás a los israelíes, el mundo asiste atónito a la más cruel operación de exterminio perpetrada por un ejército -el  judío-, contra una población, la palestina. 
La diferencia entre la guerra de Ucrania y la de Gaza es pavorosa: bajo el suave epíteto de «operaciones» del ejército hebreo, se encubre una serie de crímenes, perpetrados por asesinos uniformados. EL oficio de matar se ha vuelto algo común, y casi trivial, entre individuos que practican al pie de la letra la ley del Talión:  ojo por ojo y diente por diente. Con la particularidad de que se toman el ciento por uno. Les da igual que, a diario, gentes de toda edad y condición condenen la vileza de su «modus operandi», ellos lo tienen claro, hay que exterminar a esos seres molestos y echarlos al mar. 
La decencia hace tiempo que se perdió; el oro doblega las conciencias y el pueblo elegido tiene acumulados verdaderos tesoros desde las treinta monedas. Si tú no me vendes armas, me las vende otro o las fabrico yo. Y siguen haciendo caso omiso de las advertencias. ¡Qué sabréis vosotros de las bíblicas vesanias! 
Les importa un pepino que gentes de buena voluntad de todas las razas y condición condenen tan abominable genocidio; o que el Comité sobre las Derechos del Niño haya censurado, en los términos más duros y enérgicos, los ataques de Israel contra objetivos civiles en la Franja de Gaza, causando a día de hoy la muerte de más de 16800 niños y heridas a, al menos, 6168 criaturas desde el 7 de octubre de 2023, y se presume que miles más yacen sepultados bajo los escombros. «Más niños han muerto en esta guerra que mujeres y hombres», subraya Ann Skelton, la presidente del Comité.
Esto permite hacerse una idea clara del grado de degeneración alcanzado por el fanatismo actual. Pensemos en aquel nihilista ruso que se paraliza al ver los dos niños que acompañan al Gran Duque, objetivo del atentado que pretende perpetrar. La vida de una criatura era sagrada. Hoy, por el contrario, no hay piedad que valga y que detenga la mano del ejecutor.
Naturalmente, las televisiones se encargan de advertir cuando emiten esas terribles imágenes que a diario se producen que pueden herir la sensibilidad de los espectadores con la piel delicada. Y uno no puede menos que asombrarse de tanta hipocresía, cuando no canallería.
Es evidente, ya no sólo que el pueblo elegido no aprendió la dura lección a la que fue sometido, sino que incluso se cree con patente de corso, y aspira a anestesiar al mundo entero, mientras perpetra el más apabullante holocausto que imaginarse pueda.
Qué lejos queda del hombre actual aquel bello alegato de Rousseau, cuando, a mediados del siglo XVIII, exclamaba: «¡Conciencia! ¡Conciencia!, instinto divino, inmortal y celeste voz; guía firme de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que torna al hombre semejante a Dios, eres tú quien haces la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus actos. Sin ti, no siento nada en mí que me eleve por encima de las bestias, más que el triste privilegio de extraviarme de error en error con la ayuda de un entendimiento sin reglas y de una razón sin principios».