Dividen la humanidad en dos categorías: a un lado, ellos y los que piensan exactamente igual que ellos; al otro, todos los demás, aunque, incluso, los matices y las divergencias sean mínimos. Exigen disciplina férrea y, si fuera por ellos, no habría empresas privadas ni prensa independiente y, desde luego, nombrarían jueces que estuvieran siempre a favor de sus tesis y destituirían a todos los demás. Les sobra el Parlamento si son capaces de controlar el Gobierno, porque no creen en la democracia parlamentaria sino en la suya. Trazan una línea que separa a los buenos, ellos, de los demás, a los que no se recatan en llamar fascistas o, incluso, en acusar a un partido democrático en sede parlamentaria de que "defiende la cultura de la violación". Y se niegan a rectificar esa gravísima acusación, porque están seguros de que es así y de que solo ellos son los poseedores de la verdad absoluta. La misma ministra que es responsable de que decenas de violadores vean reducidas sus condenas o, incluso, salgan a la calle por haber hecho mal una ley, la que se ofendió porque la llamaron "inútil" en sede parlamentaria y avivó un escándalo mediático, es la que no reconoce sus errores, no asume sus responsabilidades, acusa a otros, miente intencionadamente en el Congreso y se niega a dimitir.
El partido al que pertenece, con el apoyo o el silencio culpable del PSOE, no solo ha dado el visto bueno a esta ley de la que hasta el Supremo ha dicho que es un error, sino que ha conseguido aprobar o va a hacerlo, con la complicidad de otros, leyes como la de la ampliación del aborto, la ley trans, la de las familias, la de la eutanasia, la del maltrato animal, etcétera, que no solo son malas técnicamente y provocarán nuevos conflictos en los tribunales sino que buscan cambiar los valores morales y éticos de la sociedad. Saben lo que hacen, saben lo que buscan, saben que hecho el cambio, aunque gobiernen otros, la marcha atrás es muy difícil.
Hundidos el funcionamiento y la reputación del Consejo General del Poder Judicial, la otra mitad del Gobierno, con su presidente al frente, avanza en la batalla por la degradación del Tribunal Constitucional. Designar a un exministro de Justicia -a otra la hicieron fiscal general- y a una exalto cargo de Presidencia del Gobierno para que sean vocales de ese órgano y juzguen las leyes que ha hecho uno y ha cocinado otra, parece que es burlarse de los ciudadanos. Pero tampoco. O no solo eso. Quieren asegurarse la mayoría en ese Tribunal que habrá de juzgar las últimas leyes aprobadas por este Gobierno, incluso aunque pierda las próximas elecciones. Y lo hacen de forma provocadora, sin esconderse, con chulería. Se va a reformar el delito de sedición, se modificará el de la malversación, pero no para hacer más y mejor justicia, sino para beneficiar a unos pocos con nombres y apellidos. Un ministro puede mentir en sede parlamentaria y negar hechos probados, pero ahí sigue.
El presidente de este Gobierno quiere pasar a la historia no por haber sido capaz de dejar un país mejor, tras la pandemia y la guerra en Ucrania sino por haber "exhumado al dictador y por reivindicar el pasado luminoso del republicanismo". Lo ha dicho él mismo. En serio. Este presidente, que vive en su "yo" inflacionista, alimentado y sostenido por los que quieren separarse de España -lo ha dicho Otegui y lo volverán a hacer los independentistas catalanes- y por los que no solo desprecian la transición y la Constitución del 78, sino que están acabando con ambas, está encantado de haberse conocido. Ha fagocitado al PSOE y ha creado una ficción de democracia, sin separación de poderes, que cualquier día se nos derrumbará. Sus socios no pueden ser tan ineptos. No están locos, saben lo que quieren. ¿Y él, "mi persona"? Pregunten a Tezanos.