Dos semanas de protestas desgastan a cualquier colectivo, más aún si no hay costumbre de movilización alguna. Lo notan tu cabeza y tu bolsillo. Esa es la realidad también de las gentes del campo, por mucho romanticismo que le pongamos. Ni las manos con callos como piedras ni el rostro cuarteado por el sol son capaces de eliminar determinadas sensaciones. Lo que tienen que tener claro los labradores y ganaderos es que, aunque el desánimo asome la patita, lo que han logrado estos quince días tiene un gran valor. Si lo miden en función del volumen de la cosecha, traducida en compromisos reales por parte de las administraciones competentes, puede que el éxito lo vean reducido. Con las luces largas, con la mirada proyectada más allá del momento actual, la importancia de lo que están haciendo va mucho más allá de los frutos que han conseguido hasta ahora, que son pocos.
Por lo pronto, las reivindicaciones del agro español se han elevado hasta niveles nunca antes alcanzados. Habla el campo y se le escucha como un oficio cuya trascendencia está muy por encima que la gran mayoría. Sin agricultura, no hay nada, una perogrullada que, de vez en cuando, hay que recordar a burócratas y urbanitas encerrados en despachos con mando en plaza. No sirve mirar a Francia o a cualquiera de los países de la Unión donde, antes que en España, los agricultores se pusieron en pie de guerra. La fuerza de los franceses es muy superior a la que tienen sus colegas españoles, fundamentalmente, porque el Gobierno de Macron les respeta y aquí, en el mejor de los casos, se les ningunea, cuando no se les desprecia. Que se hayan levantado ahora, aunque haya sido al rebufo de la revuelta europea, no deja de ser un síntoma de cambio y también de victoria.
En estas dos semanas de protestas, apenas ha habido incidentes graves, a pesar de que la política de intoxicación de Marlaska y el Ministerio del Interior se haya centrado en una crónica diaria con detenciones, identificaciones y expedientes encaminados a las multas. Tratar de amedrentar así a los agricultores es desconocer su tenacidad y capacidad de aguante. Dentro de un colectivo tan amplio, ideológicamente dispar, es normal que haya elementos que pueden llegar a distorsionar el objetivo de la protesta, sobre todo, cuando muchas tractoradas se han organizado a título individual y sin la convocatoria pertinente de las asociaciones agrarias. En ese escenario, podrían haberse dado situaciones violentas y han sido aisladas, por mucho que desde el Gobierno se hayan destacado muy por encima de las protestas mayoritariamente pacíficas. Viendo que no funcionaba lo de la ultraderecha y la fachosfera para tratar de etiquetar a los que se han echado a la calle con sus armas de trabajo, han tirado de Marlaska, el perejil más contaminante de todas las salsas. Y, comprobando el resultado de su estrategia de desinformación, tampoco ha ganado el pulso. Sin necesidad de los Marlaskas de turno, los propios agricultores se han percatado de la necesidad de aislar a esos personajes que buscan un protagonismo personal -véase la tal Lola Guzmán, que más vale se quede en su casa-.
Se abre, por tanto, una nueva fase en estas protestas. Las tractoradas y los cortes de tráfico han tenido su efecto y están en su derecho de seguir reclamando unas reglas más justas para seguir produciendo. Han conseguido una unidad en el campo pocas veces vista y les toca canalizar ese avance para conseguir sus objetivos. Esos interlocutores autorizados han de ser los responsables de las principales agrupaciones agrarias, que, quizá, se enfrenten a la última posibilidad de ser respetados. Si la pierden, serán cómplices de la puntilla definitiva al campo y a las gentes que lo trabajan.