«De medallas voy bien servido, lo importante son los trabajos»

Javier del Castillo
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Es, sin lugar a dudas, el gran pintor realista de mitad del siglo XX y principios del XXI. Sin embargo, Antonio López está en otras cosas. No es amigo del halago, sino del conocimiento y del trabajo

«De medallas voy bien servido, lo importante son los trabajos» - Foto: Benito Ordoñez

Es, sin lugar a dudas, el gran pintor realista de mitad del siglo XX y principios del XXI. Sin embargo, Antonio López está en otras cosas. No es amigo del halago, sino del conocimiento y del trabajo. Entre lienzos empezados, tubos de pintura y figuras escultóricas sin terminar, nos conduce por una especie de laberinto hasta un rincón de la sala, donde hay un taburete y dos sillas. Lleva en la mano un bolígrafo Bic que gira a su capricho y todavía conserva el mandil marrón de trabajo atado a la cintura.

Nos acomodamos el uno frente al otro y le advierte al fotógrafo de que no toque ninguno de los objetos que están a su alrededor porque piensa plasmar en un cuadro todo ese desorden. A continuación, me mira fijamente, como intentando adivinar la primera pregunta, y sonríe. Pese a los años, acepta de buen grado hablar de su vida, de su obra y de ese Tomelloso que dejó a los 13 años para preparar en una pensión madrileña la prueba de ingreso a la Escuela de Bellas Artes. 

¿Cómo recuerdas el Madrid del año 1949? «Pues mucho más pequeño. Mis padres me dejaron sólo, cosa que hoy, a lo mejor, no se hubieran atrevido a hacer, porque Madrid ha crecido mucho y ahora puede ser más peligroso. Hay más coches y más dificultades, creo yo». Sigue jugando con el Bic azul entre las manos, mientras explica -cosa que ya ha hecho en numerosas ocasiones- el papel que jugó su tío pintor, Antonio López Torres, en una decisión que marcó su vida para siempre. 

«De medallas voy bien servido, lo importante son los trabajos»«De medallas voy bien servido, lo importante son los trabajos» - Foto: Juan Lázaro

«Estuve en un colegio de frailes hasta los once años y después aprendí mecanografía, contabilidad y matemáticas, porque mis padres, agricultores, querían colocarme en alguna oficina de Tomelloso. Ese era el plan», explica el pintor y escultor.  Pero el plan de su tío Antonio era otro muy distinto. Lo había visto pintar en vacaciones, a su lado, y de una manera persistente y tenaz fue convenciendo a la familia de las enormes cualidades que tenía el sobrino para ser alguien en el mundo de las bellas artes. Estaba seguro de ello, «de que yo valía para esto», como recuerda ahora Antonio. «Pero mis padres sabían, como ocurre también ahora, que ésta es una profesión difícil. En mi caso, ha salido bien, pero a veces no sale bien». 

Las palabras de Antonio López van cayendo una tras otra en el espacio vital donde ha ido desarrollando aquellas facultades que supo adivinar de forma prematura su tío y primer maestro. Habla con la modestia de la que siempre ha hecho gala. «Me gusta mi profesión, y me ha dado para vivir bien. Para mí, fue una salvación que mis padres me trajeran a estudiar a Madrid. ¿Qué más se puede pedir?» Los inicios, sin embargo, no fueron fáciles. Incluso, lamenta no haber recibido entonces más apoyo de sus paisanos, aunque les agradece el cariño y el reconocimiento que ha venido después. 

Junto a su tío pintor y sus padres visitó por primera vez el Museo del Prado. A la salida, cuando le preguntaron qué le había parecido, contestó que los cuadros eran muy oscuros y que le gustaban más los del tío Antonio. Aquel chaval, cuya obra se rifan las grandes fortunas, mostraba ya su sentido crítico. En 1955, gracias a una de las diez becas a las que aspiraban un montón de jóvenes pintores, tuvo la suerte de viajar a Italia en tren para conocer de cerca la obra de Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Rafael o Caravaggio. ¿Mejores o peores que Goya, Velázquez, Zurbarán o Dalí? «Son -dice- buenas canteras las dos. Las dos han dado cosas muy buenas y no hay que compararlas. El arte no tiene fronteras. Está en la prehistoria, en África, en China… No sólo hay grandes artistas en Italia y España».

A la hora de repasar su trayectoria artística, Antonio López -sin soltar el Bic de la mano- pone el énfasis en su ingreso en la Escuela de Bellas Artes, con tan solo 14 años. Fue su reto más difícil. «Nos presentamos trescientos y pasamos cuarenta. Podía no haber pasado, así que superar esa prueba fue lo más importante de todo». A partir de entonces, ya no había vuelta atrás, aunque sí mucha preocupación por conseguir vender la obra que iba exponiendo.

Le recuerdo que tardó más de veinte años en pintar, por encargo del Patrimonio Nacional, el cuadro de la Familia Real y me sonríe, como si ya tuviera preparada de antemano la respuesta. «Bueno, bueno… A mí me pidieron que pintara un cuadro que estuviera bien y yo he pintado un cuadro que está bien, por el que me han pagado lo acordado. Creo que hay gente que entiende esta circunstancia. Es mejor estar al lado de quien te comprende porque, si no, estaríamos tirándonos de los pelos». 

Prefiere no entrar en el debate de si el príncipe y las infantas eran casi unos niños cuando empezó el retrato y unas personas bastante maduras cuando lo dio por terminado. «Ya ha pasado todo y la vida no se detiene», apostilla, mientras defiende su meticuloso estilo de trabajo. «Yo no he cambiado. Sigo pintando lo que me rodea: los objetos que he visto en las casas de los pueblos y las calles de la ciudad donde resido. ¿Qué vas a pintar, si no? El pintor abstracto no necesita trabajar sobre eso que le rodea, tiene otros problemas, pero los pintores figurativos pintamos el mundo que conocemos, el sitio donde pasamos nuestra vida. Ha sido así siempre, o casi siempre».

Aprovecha la entrada de su hija María por la puerta para hacer un pequeño alto en el camino y confesarme que se encuentra bien de salud, pero que está a punto de cumplir ya 88 años (cuando hacemos la entrevistas está apurando los 87) y que tampoco es cuestión de morir con las botas puestas. «Trabajo en varias cosas a la vez, trato de resolverlas lo mejor que puedo, pero lo de morir con las botas puestas que lo digan los actores».

¿Te gustaría recuperar algunos de los primeros cuadros que vendiste y cuyo paradero desconoces? «No, para nada. Me he alegrado mucho de poder hacer una obra y me he alegrado también mucho de venderla. Menuda alegría. He sido una persona muy trabajadora, porque me ha encantado mi profesión. Veo todo lo que he pintado y esculpido y me doy cuenta de que lo he logrado porque me salía sin esfuerzo. He tenido salud y energía. Y sigo trabajando mucho todavía». Con la mirada puesta en la pequeña grabadora que le he colocado delante, y sin dejar de vigilar los movimientos del fotógrafo para que todo quede como estaba, la conversación con Antonio López nos conduce a otros asuntos que nada tienen que ver con su trabajo, pero sí con los cambios sociales y políticos a los que nos enfrentamos.

En primer lugar, hablamos de la España rural y despoblada, que contrasta con la concentración de millones de personas en grandes urbes, como Madrid. «Esto ocurre -explica el pintor- porque la gente que gobierna no lo está haciendo bien. Porque el trabajo en el campo no se estima lo suficiente. La gente joven, y la menos joven, necesita vivir, necesita estar atendida. El trabajo del campo es muy sacrificado y está mal pagado. Por eso la gente escapa de allí. Pero, no es un problema de ahora. En España nunca se ha estimado el esfuerzo y la dedicación de los hombres y mujeres del campo. Y, como ahora la gente puede elegir, viene a buscas una vida mejor en la ciudad».

Tampoco cree que se estén haciendo bien las cosas en la política nacional e internacional. Fiel lector de periódicos, sigue con interés lo que ocurre en España y en el mundo y saca sus propias conclusiones. «En estos momentos no están gobernando los mejores y eso nos está llevando al desastre. Tendrían que estar al frente de las naciones los más inteligentes, porque gobernarían mejor, claro. Es tremendo que pase esto, pero no hay solución». Le pido que les dé algún consejo a los jóvenes que miran al futuro con incertidumbre y me contesta que «ya hay demasiada gente que va aconsejando por todas partes; no me atrevo dar un consejo general».

En lo que no tiene el más pequeño reparo este ilustre manchego, residente desde los años sesenta en lo que entonces se llamaba la Colonia de Chamartín, es en subrayar los valores de la familia y la amistad. «Son las dos cosas más importantes de la vida y por ellas he sacrificado muchas otras. Yo me tuve que apartar de mi pueblo, para emprender una nueva vida y organizar luego en Madrid otra familia. Estoy orgulloso de mis amigos y de mis hijas, Carmen y María, que están siempre a mi lado».

Ellas se encargan de que no le falte de nada, desde que sube la persiana a las 8:15 horas hasta que la baja, con la noche ya bien cerrada. «Aunque me despierto antes, me levanto sobre las ocho y cuarto, ocho y media. A veces, sin muchas ganas. Depende de los días». También cambia la actividad de la jornada, según sea invierno o verano. «En invierno suelo trabajar en el estudio y en verano salgo a pintar fuera de casa. Este pasado verano estuve trabajando en la Puerta del Sol y en la calle Preciados. La verdad es que me organizo bien, aunque mi vida es muy complicada. Menos mal que soy organizado porque, si no, me volvería loco».

A mediados de enero se clausuró una exposición retrospectiva en La Pedrera de Barcelona, pero los compromisos siguen. No le dejan apenas descanso. En estos momentos, está trabajando en un documental para la televisión japonesa y cada día recibe peticiones de entrevistas, además de invitaciones de organismos públicos y privados.

Le hago constar que en 1986 recibió la Medalla de Oro de Castilla-La Mancha y me dice que por algún lugar de la casa estará. «Yo de medallas y todo eso voy bien servido. Agradezco los reconocimientos, pero lo más importante es que te encarguen trabajos. Que cuenten contigo porque, si no, te tienes que buscar los trabajos por otro lado».

Buen conocedor del norte de Madrid y, más concretamente, de las calles que desembocan en la Estación de Chamartín, no olvida su llegada a esta barriada en 1965. «Compramos una casa en la que ahora vive mi hija María y luego ésta otra donde vivo y tengo el estudio. Es una casa bonita -dice-, que me gusta mucho».

Con la sencillez y sabiduría del manchego que se mueve en zapatillas, con el mandil o la bata manchada de pintura, Antonio López me cuenta una anécdota que vivió hace ya muchos años en la calle Mateo Inurria, frente al edificio donde estuvo ubicado el «Diario Ya», propiedad de la Editorial Católica. «En ese lugar, donde ahora hay una gasolinera, había una casa de putas que se llamaba La Casa de La Rubia, o algo así. Yo la llegué a conocer cuando ya la habían cerrado. Un día me metí, por curiosidad, y un policía que estaba en la entrada del periódico me llamó la atención. '¿Qué hace usted aquí?'. 'Pues, ver cómo eran las dependencias de este prostíbulo'». 

Cuando le cuento que yo empecé a trabajar en los años 80 en el «Diario Ya», me mira sorprendido y se parte de risa.

«Tomelloso me ha dado mucho, aunque al principio me hicieron poco caso». Hijo mayor de una familia de agricultores acomodada, Antonio López, llegó a este mundo seis meses antes del comienzo de la guerra civil. «En Tomelloso no estuvo el frente de guerra. No hubo bombardeos, pero ocurrieron muchas cosas, como en todos los sitios. Hubo venganzas y cosas muy mal hechas. La guerra es la guerra siempre: lo más horrible que hay». 

En aquella casa de agricultores había comida y no pasaron calamidades, pero maldita la gracia que tiene nacer unos meses antes de una guerra que duraría tres años. Al menos, había dinero suficiente para que el primogénito pudiera residir en Madrid y viera cumplido su sueño -y el de su tío- de ingresar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. La lucha por la supervivencia de Antonio López y de María Moreno, su mujer, vendría más tarde: cuando no se vendían los cuadros, pero había que comer. 

«Quiero mucho a Tomelloso. Me siento muy de Tomelloso; más que de cualquier otro sitio que haya podido conocer. Sin comparación. A mí Tomelloso me ha dado mucho, aunque al principio me hicieron poco caso. Pero, claro, yo estaba en Madrid y para salir adelante tenía que apoyarme en mi mujer, María, -yo le ayudaba a ella y ella me ayudaba a mí- y en los buenos amigos de la profesión que teníamos. Este es un mundo difícil y nos hemos tenido que ayudar unos a otros. Luego, pasado el tiempo, ya me he podido mover con mucha independencia»

Entre los recuerdos de su pueblo manchego, en cuya Plaza de España ya puede contemplarse la obra «Día y Noche», dos grandes esculturas que retratan a su hija pequeña, Carmen, dormida y despierta; está la casa de labranza de sus padres, que ya no existe, y el museo dedicado a su tío Antonio López Torres, construido por el arquitecto madrileño Fernando Higueras. «Tiraron la casa donde nació mi tío, pero le hicieron en el pueblo un museo estupendo que podría seguir creciendo. Pues, ya está. Eso es lo más importante».

Para Antonio López, los sentimientos están por encima de otros intereses bastardos. Asegura que su único sueño, cuando aprobó las pruebas de ingreso en la Escuela de Bellas Artes, se ha cumplido: «vivir del trabajo que me gustaba». Tener obra expuesta en los principales museos del mundo, ver las subastas millonarias de sus cuadros, haber retratado a la Familia Real española o haber recibido el Premio Príncipe de Asturias, le parece menos importante que levantarse cada día para seguir trabajando.