2011. Alemania declara mortal nuestro pepino

Carlos Dávila
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Pero Merkel felicita a Rajoy por su mayoría absoluta

2011. Alemania declara mortal nuestro pepino

No habíamos estrenado el año y Alemania, aliado conspicuo de España, se nos puso de patas. De pronto, los agricultores germanos, hartos de no vender ni un pepino, descubrieron que los nuestros, los españoles, eran más letales que un millón de bombas antipersonas (calificación de un periódico de la República Federal). La canciller Merkel, siempre al parecer aliada fiel, se puso, como era de esperar, del lado de sus productores y el Gobierno de Zapatero, agónico él, tuvo que lidiar con la justamente llamada crisis del pepino, un conflicto que tuvo como primera consecuencia la detracción del turismo alemán a nuestras costas, y es ¿quién en esas condiciones se iba a comer una modesta ensalada de pepino en Benidorm? Sucedía eso mientras, con protestas incluidas, la nicotiana tabacum, sufría en sus plantaciones hispanas un arreón de no te menees porque el día 1 de enero, con las uvas aún en nuestro gañote y el humo de los puros inundando nuestras casas, una Ley aprobada al efecto en las Cortes prohibía a partir de ese momento el fumeteo en espacios cerrados. ¿Produjo aquel veto el desestimiento de los usuarios? Pues parece que no porque al final de ese ejercicio la subvencionada Organización de Consumidores y Usuarios, OCU, reveló que los adictos seguían metiéndose cáncer en el cuerpo sin recato alguno.

 

También en ese enero inicial comenzó a saberse que para sus propios terroristas, ETA, la organización terrorista que llevaba 50 años de calendario matándonos, ya no daba más de sí, por eso la banda decretó en principio un «alto el fuego permanente, general y verificable». En el mesa de abril comunicó al empresario vasco y español con gran prosapia que ya no tendría que aflojar de sus bolsillos el denominado impuesto revolucionario, un vil chantaje económico, y ya en octubre, concretamente el 20, llamó a su periódico de cabecera, Gara, que aún se sigue publicando, el «cese definitivo de la lucha armada», o sea, vaya, que los facciosos dejaban de asesinar. ETA, que normalmente tenía gran tendencia a dejarlo todo por escrito, explicó en el diario citado las razones que le habían llevado a ese ataque de bonhomía humanitaria, pero el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, ya en fase de bocanadas agudas, se calló como un muerto. Eso sí: actuaba por detrás y ordenaba a sus peones de brega que no entorpecieran el artificial «proceso de paz». Fíjense en este dato sustancial: el día 1 de mayo el Tribunal Supremo inadmitía la petición de Bildu de presentarse a las elecciones, pero apenas cinco fechas más tarde el Constitucional desautorizaba escandalosamente a la instancia anterior y aceptaba que los sucesores fanáticos de ETA participaran en los comicios generales. ¿Qué había sucedido? Fácil: que para conseguir el acuerdo «de paz» con los terroristas, Zapatero, por boca de su intermediario, el exfiscal general del Estado Javier Moscoso, les había prometido que podrían acreditar su alternativa con listas propias. El encargado de aquella fechoría impresentable fue precisamente el recién designado por Zapatero presidente del Constitucional, Pascual Sala, un magistrado multiusos al que el PSOE y sus Gabinetes habían regalado las principales canonjías de la Administración institucional: primero, el Tribunal de Cuentas, luego el Supremo, y por fin el Constitucional donde, al decir de los letrados, fue el «peor jefe que hayamos tenido nunca». Revelación textual.
 Zapatero quería dejar todo, a lo Frascico Franco, atado y bien atado, pero las cañas se le volvían diariamente lanzas. La prima de riesgo, una parienta especialmente incómoda para los españoles, no dejaba de subir incluso por encima de los 400 puntos, las bolsas se desplomaban día a día hasta el 6 por ciento, y España se convirtió para toda la Unión Europea en un auténtico problema, pepino incluido. Por aquel tiempo la deuda y los números rojos  aumentaban sin parar, aunque el Gobierno hacía esfuerzos ímprobos por disimularlo. Situaron desde la Vicepresidencia de los «brotes verdes», que regía la infortunada Elena Salgado, el citado déficit en un seis por ciento, pero lo cierto es que superaba, así lo atestiguó el primer Gobierno de Mariano Rajoy, el nueve por ciento. Zapatero, más caricaturizado que nunca en sus infantiles expresiones faciales, se sometió a todo tipo de presiones y así un día de verano anunció a un país, ciertamente sobrecogido por la noticia, que nos privaba de su jerarquía política y que en consecuencia no se presentaría a las elecciones que poco más tarde convocó nada menos que para el 20 de noviembre, a los 36 años de la muerte del caudillo Francisco Franco. Firmó la convocatoria nuestro renqueante Rey Juan Carlos I, que aquel año sufrió dos operaciones: en la rodilla, primero, para implantarle una prótesis de titanio, y en el tobillo después, para restaurar un tendón de Aquiles roto en su pierna derecha.
Realmente lo que iba a ocurrir en noviembre ya se había anticipado el 2 de mayo cuando el Partido Popular arrasó en las elecciones municipales y autonómicas. Nuestro cielo político se tiñó de azul intenso y el PSOE entró en un declive imparable, tanto que nadie quiso presentarse para perecer en aquel holocausto. Por eso, Alfredo Pérez Rubalcaba tuvo que dimitir como ministro del Interior para prestarse al sacrificio. Antes, eso sí, se lució con el infame chivatazo en el Caso Faisán, que permitió (estábamos en «proceso de paz», recuérdenlo) y después se inventó, ya en campaña, la existencia de un perro rabioso, el doberman del PP. No le valió realmente para nada aquel anuncio terrorífico porque, abiertas las urnas de noviembre, Mariano Rajoy ganó las elecciones con unos aplastantes 186 escaños. El viento soplaba a favor en el tafanario popular y acontecimientos sobresalientes como la presencia en España del beatífico Papa Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud, no hizo más que afirmar la necesidad de un cambio moral en España. Ni el terremoto de Lorca, en Murcia, nueve muertos y casi 300 heridos, ni el escándalo protagonizado por el entonces yerno del Rey, Iñaki Urdangarín, ni la increíble boda (la tercera en su mochila) de la duquesa de Alba con un oscuro funcionario, Alfonso Díez Carabantes, convulsionaron tanto España como la nueva llegada al poder del Partido Popular. Fue desde luego un triunfo nublado por el movimiento llamado 11-M, un acoso y derribo del sistema organizado por el estalinista Pablo Iglesias y sus cuates que ocuparon escatológicamente la Puerta del Sol de Madrid. Cansados de la tienda de campaña echaron el cierre al tiempo que lo hacía el impresionante restaurante Bulli de Ferran Adrià 27 años después de haber inaugurado el mejor comedor español de todas las épocas. Un crítico muy apenado escribió en un gran periódico nacional: «Los españoles nunca volveremos a comer igual». Le contestó un lector: «Sobre todo tú que siempre zampabas de gorra».