"La cocina no necesita medidas, necesita imaginación"

Beatriz Palancar Ruiz
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Cuando la vida se lo permitió, Amparo García cumplió su sueño de abrir su propio restaurante, donde conoció la felicidad que dan las cosas sencillas y la satisfacción por el trabajo bien hecho. Ahora, nos deja parte de ese esfuerzo en forma de receta

Amparo García Cepero hace realidad su ilusión de dar forma de libro a su recetario de ‘Quiñoneros’. - Foto: Javier Pozo

La Navidad es un tiempo en el que nos reunimos alrededor de una mesa para disfrutar con los nuestros familiares y amigos de su compañía y de la buena gastronomía. Para sorprender en estos días especiales o en cualquier celebración, Amparo García Cepero, nacida en Brihuega, ha publicado recientemente su libro, Las recetas de Amparo, en el que se recoge la historia de los platos que tuvieron un lugar destacado en las cartas del restaurante Quiñoneros que regentó, junto a su marido Abel, durante 23 años en su pueblo, el Jardín de la Alcarria, cumpliendo su sueño personal. 

Cinco años después del cierre de su restaurante Quiñoneros de Brihuega, ¿cómo nació este proyecto?
Durante el confinamiento, mi marido y yo estuvimos mucho tiempo solos y  yo siempre estaba diciendo que quería hacer un libro de recetas porque, tenía mis apuntes, pero no tenía cantidades. Tenemos un archivo del restaurante y cogí todas las cartas desde el primer día. Con ellas, fui sacando las recetas. Me costó trabajo adaptarlas. La cocina no necesita medidas, necesita un poco de imaginación y un poco de sensibilidad para saber qué productos vas usado. Nos pusimos, y yo las iba sacando y Abel las iba pasando al ordenador. El libro de recetas se quedó hecho en borrador durante la pandemia.

Dice que detrás de cada plato hay una historia, ¿este libro es su legado culinario?
No es un legado, son unas recetas. La cocina es imaginar lo que tú quieres hacer, probar y si a ti te gusta, darlo a conocer a los demás. Es lo que hacía allí. Había veces que rectificaba porque veía que podía no gustar a todo el mundo. Se trata de que guste a un 80 o 90% de la gente. 

Amparo García Cepero hace realidad su ilusión de dar forma de libro a su recetario de ‘Quiñoneros’.Amparo García Cepero hace realidad su ilusión de dar forma de libro a su recetario de ‘Quiñoneros’. - Foto: Javier Pozo

¿Echa de menos los fogones de 'Quiñoneros', que considera que ha sido el capricho de su vida?
Sí, fue el capricho de mi vida. Desde pequeña, mi padre y mi madre trabajaban, y parte de las comidas las hacía yo. Cuando me casé tuve relación con un grupo de italianos por el trabajo de mi marido y aprendí bastante de la cocina italiana. Fue una época muy enriquecedora. Cuando compramos la pequeña finca cerca de Brihuega, en cuanto la vi, me encantó, y ya pensaba en la idea de abrir allí un restaurante. Yo sabía de cocina pero no sabíamos nada de cómo gestionar un negocio, cómo organizar a la gente... Abel me ayudó desde el primer momento incondicionalmente. Para mí, fue una etapa sacrificada porque, indudablemente, nos hemos perdido muchas celebraciones con nuestros hijos. Cuando él se jubiló ya no era tan sacrificada porque el lunes y el martes lo teníamos para nosotros. 

 ¿Se ha guardado algún secreto?
No me he guardado nada. Lo único que no he explicado es que hay muchas cosas que yo ponía en mis platos que se pueden suprimir. Lo puedes interpretar a tu manera. La cocina no son solo las recetas, que son una orientación, tienes que saber en todo momento donde estás. Yo estaba en la Alcarria. Utilizaba mucho producto de la zona. 

¿Son recetas fáciles para poder deleitar a los comensales ahora que vienen las fechas navideñas?
Totalmente, son recetas que se pueden hacer en casa. Hay cosas que son muy sencillas de hacer. Hay muchas de ellas que yo hago y congelo.  Creo que es un libro que se puede adaptar muy bien. Están todas las recetas salvo algunas que vi que podían ser más complicadas. 

¿De todas sus creaciones culinarias con cuál se queda?
Lo que más de sí me ha dado y más le ha gustado a la gente ha sido el capón al vino tinto. Es un plato que lleva una serie de adornos, como unas peras al vino tinto con vainilla y las rellenaba de foie. También estaba el rabo de toro deshuesado o las manitas con foie, pero son cosas que se pueden hacer en la casa tranquilamente. Menos el pescado, que admite muy poca congelación, lo demás lo puedes congelar todo. Por ejemplo, los boletus se congelaban, pierden un poco de textura, pero el sabor se acentúa, y las trufas, igual, las usaba mucho pero si me quedaba alguna las ponía en aceite laminadas y las congelaba para usar para casa. En esta época, un plato que tenía un éxito total y es fácil de preparar en casa, es boletus con foie con huevos trufados y dos segundos de gratinador. Era un plato exquisito y no te costaba nada hacerlo. Todo es viajar y comer porque de todos los sitios aprendes, hasta la tasca más inmunda siempre te da una idea. Hay una berenjena que las hice para el restaurante que las íbamos a tomar, si no iguales muy parecidas, a un bar que nos gustaba ir mucho cuando vivíamos en Castellón. Hay cosas sencillas que aprendes en todos los sitios.  

¿Fue fácil montar un negocio de gastronomía en la Alcarria antes de la explosión turística de la lavanda?
Para mí, fue la época ideal. Fue el boom de todos los literatos en la Alcarria. Camilo José Cela, para mí, fue… Un día, al año de estar yendo al restaurante, empezó a hablar de nosotros en su columna de ABC nacional. Nos dio a conocer. Te llamaban de todos los sitios. Escribió algún artículo más pero el primero fue el que nos marcó porque éramos unos auténticos desconocidos. Cuando empezó lo de la lavanda ya estábamos, teníamos clientes, pero un 80% es gente que va a pasar el día.

Su casa de Brihuega acogió a grandes figuras como Cela o Manu Leguineche, ¿muchos comensales llegaron de su mano, verdad?
Manu Leguineche fue familia. Era un hombre muy entrañable. No iba a un sitio sin que te mandase una postal con mensajes como "me estoy acordando de un mar de Rioja y de chipirones en su tinta" porque le encantaban. A mí, me sirvió para conocer a mucha gente. Y de la mano de Cela, toda su familia gallega y de la Academia de las Letras. Era un hombre que se ponía siempre en la mesa seis. Te miraba y me decía, «Amparo, proceda», cuando quería comer. Conmigo fue extraordinario. Después de comer, quería siempre hablar. Recuerdo muchas anécdotas con él. Venía siempre que no hubiera mucha gente y a los niños no los soportaba. Una noche de viernes, que tuvo a unas niñas cenando a su lado, me dijo que tenía que poner un cartel en la puerta que dijese, "perros, sí, niños, no". Y lo dijo en serio. 

 ¿Tuvo la tentación de marcharse a Madrid para triunfar más?
Mis clientes eran de Guadalajara, Alcalá y Madrid. De Brihuega, acudían cuando tenían una celebración. Los pueblos están más limitados pero la gente se desplaza, sobre todo para las comidas, las cenas cuesta más. Yo nunca había pensado ir a Madrid, pero me propusieron marcharme, me ofrecieron un local, no miré las condiciones porque no me interesaba. No quise. Quería una cosa pequeña, lo que yo había soñado para tener una satisfacción personal, una cosa familiar para que la gente se sintiera como en un casa, con una comida diferente. Es lo que pensé y es lo que hice. No aspiré a nada más ni quise tampoco nada más. Cuando me han llamado, si lo hacían allí bien, pero si no, yo no me trasladaba a ninguna parte. 

¿Cree que el mundo de la alta cocina está muy masculinizado?
Sí, pero ahora empieza a haber gente buenísima. Poco a poco, eso ya no es así. Seguramente, era cosa de costumbre porque estoy segura de que en Castilla-La Mancha habría muchas mujeres detrás de los fogones pero no se daban a conocer. Teníamos una cocina más básica pero el que sabe hacer un buen guiso, cogiendo técnica, luego puede hacer lo que le dé la gana. El resto es aprender. Que tengas gusto y que tengas sensibilidad es algo que no se aprende, son cualidades innatas. 

¿Cuál es el secreto de su cocina?
El trabajo y, quizá, saber combinar los sabores. Sin quitar al plato principal sabor, poner cosas secundarias para que el principal se realzase. Creo que fue lo que siempre hice. Cuando iba a los congresos, venía con muchos apuntes y veía lo que podía cuajar con los gustos de mi tierra. Tienes que tener visión del sitio en el que estás. La gente va cambiando de gustos y cuando te aportan una serie de sabores, te vas acostumbrando a ellos, pero hay que saber también lo que te piden y si un plato ha gustado a la mayoría para, el siguiente, prepararlo con otros sabores y que siga gustando. Coger el concepto y saberlas transmitir. Había clientes que tenían ideas fijas pero el 80% querían probar. Antes de poner un plato en la carta, estaba tres o cuatro semanas ofreciéndolo fuera de carta para ver la reacción.  

Quiñoneros fue un negocio familiar porque siempre contó con el apoyo de su marido, Abel, y de sus tres hijos, ¿le dolió echar el cierre después de 23 años para disfrutar de su merecida jubilación?
Por mí, hubiese aguantado pero ya veía que no iba a tener continuidad pero lo entiendo perfectísimamente porque es muy sacrificado y teniendo niños pequeños, por la crianza, es muy complicado. Hasta que no salía el último plato, yo estaba allí como un clavo porque me gustaba que todo saliese de manera excelente. Tenías que estar encima porque no todo vale. Y mi marido estaba en el comedor también muy encima para atender los momentos de espera y para tener tacto con el cliente.

Ahora, ha presentado las recetas de Quiñoneros, ¿habrá un próximo libro para contar las anécdotas que ha vivido en el restaurante?
No. Este libro es una ilusión que teníamos toda la familia. Era algo que quería dejar a mis hijos. Y contar anécdotas, muchas, no podría sin decir nombres. Nosotros teníamos la música baja para que no se oyesen las conversaciones entre las mesas. Fue una época que ya ha pasado, yo la recuerdo con mucho con cariño y con mucha nostalgia, me han quedado muchos amigos de aquella época, clientes con los que luego hemos seguido teniendo relación, y es lo que te queda en la vida. 

Y por curiosidad, ¿de dónde salió el nombre de Quiñoneros?
Cuando mis hijos eran pequeños y vivíamos en Castellón, íbamos a un sitio que se llamaba El Fumeral, la fogata, y me encantaba el nombre. Cuando compramos la finca, hice el cartel para la entrada, lo tengo hecho. Pero empezaron a llegar amigos y me quitaron la idea porque me dijeron que sonaba a funeral. La finca está en el término de Quiñoneros. Allí, hay una fuente que se llamaba así porque la gente mayor hacía en ella los quiñones, el reparto de herencias, de boca a boca, no había papales, porque se hacía en este lugar el reparto de los quiñones. Entonces, pusimos ese nombre.