Mis pasos se detuvieron ante el cartel al pie de la monumental fachada, tallada en piedra. Hablaba del personaje central de ese edificio del corazón de Oxford, el medieval Oriel College, donde estaba el gran intelectual, cardenal canonizado, John Henry Newman. Pero el controvertido personaje del letrero era Cecil John Rhodes, líder mundial del comercio de diamantes, cuya compañía fundó con su nombre el territorio de Rodesia (actuales Zimbabue y Zambia) y también «su» universidad, con copiosas becas. Primer ministro en Sudáfrica y uno de los más importantes hombres del Imperio Británico del final del s. XIX... Después de recibir un doctorado honorario en derecho, en 1899, al ver en una cena la frágil situación financiera de ese colegio que le invitó dio una gran ayuda y construyó el edificio que ahora su estatua ostenta. También creó becas (donde se señala, por cierto, que se otorguen al margen de la religión o raza que cada cual tenga). Imperialista, consideraba que la raza blanca era superior a las demás e impedía que los negros pudieran votar.
Hoy esto nos parece repugnante a casi todos: era un hombre de su tiempo, con sus defectos, creyendo que los británicos eran los más evolucionados racialmente y la mejor civilización. El cartel hoy señala su racismo, pero también su dimensión de benefactor. El mundo no solo es blanco o negro, hay intermedios. Era imperialista pero también fomentó el saber y fue altruista.
Ahora han tirado la estatua -fundida con bronce de cañones ingleses en 1882- del vallisoletano Juan Ponce de León, descubridor y primer gobernador de Puerto Rico, así como descubridor de Florida, a la que puso nombre, y de la corriente del Golfo, tan útil para la navegación de vuelta a España, cuando el Rey Felipe VI llegaba para conmemorar los 500 años de la capital caribeña y reforzar el comercio mutuo. En pedazos quedó por los que odian todo imperio, aunque el alcalde de San Juan dijo que se repararía y volvería a su sitio.
Algunos respetan la historia porque quieren comprender el por qué de lo que fue y tal vez somos todavía, sin destruir los vestigios, como no se nos ocurre tampoco tirar las estatuas de buena parte de los antiguos reyes o de los emperadores romanos, algunos poco ejemplares, hoy catalogados como tiranos. La destrucción de figuras emblemáticas, como las estatuas de Colón, la decapitada en Boston o la derribada en Virginia y otros lugares, confunde unas reclamaciones justas de igualdad racial, sobre todo en EEUU, con querer borrar lo que ya fue y de lo que siempre podemos aprender. No mirar no arregla las cosas, y menos cuando se busca engendrar un odio innecesario hacia el pasado. Miremos el presente: una guerra mundial amenaza.