La fiebre no baja. Desde que cogió aquella infección, lleva más de seis meses con episodios continuos de zozobra y cansancio extremo que le llevan incluso al delirio. Hasta entonces, su vida ha sido normal, como la de cualquier niña de 10 años que disfruta jugando, va descubriendo la vida y a la que, por encima de todo, le apasiona la música. El cambio es radical y ningún médico logra acertar con el diagnóstico. El periplo de consulta en consulta y la escasa empatía de algunos facultativos, que señalan a su cabeza como el origen de todos sus problemas, no hacen más que acrecentar su incertidumbre. La sintomatología va in crescendo y vestirse o dar un pequeño paseo se convierte en misión imposible. Dolor -incluso al pestañear-, fatiga crónica, problemas para dormir, mareos constantes... La cama y el sofá se tornan amigos inseparables, le cuesta abrir la boca hasta para comer y su voz se va apagando, como cuando el fuego de una hoguera se transforma en un rescoldo lleno de cenizas.
Casi tres décadas después, un médico pone nombre a la enfermedad de Dharana. Se trata de una encefalomielitis miálgica, una patología orgánica, multisistémica y progresiva, muy poco conocida, con efectos devastadores en la salud física y mental de quienes la padecen y que en Europa afecta a más de tres millones de personas. No existe ninguna prueba -biomarcador- que constate el padecimiento de la enfermedad, pero sí criterios diagnósticos para certificarla.
Beatriz tiene 35 años. Desde hace casi diez padece ardores, quemazón y sensaciones eléctricas en la pelvis, sobre todo en ingles, genitales y en la zona perianal. El dolor, de tipo neurológico, es inaguantable, incapacitante. Se ve obligada a dejar de trabajar y los médicos tampoco encuentran una causa concreta que pueda provocar ese calvario. Recurre a diferentes especialistas, hasta que, tras someterse a una neurografía del subglúteo, es diagnósticada de un atrapamiento del nervio pudendo, el denominado síndrome del ciclista. Su vida sociolaboral se deteriora a pasos agigantados. No puede sentarse sin padecer esa sensación tan extraña, como si miles de alfileres se clavaran al mismo tiempo en la zona. La solución pasa por una batería de medicamentos y tratamientos paliativos en unidades especializadas en el dolor que, aunque no consiguen eliminarlo, lo minimizan, hasta hacer que su vida no sea una tortura constante. Existe la posibilidad de someterse a una operación, pero los riesgos son altos y las posibilidades de éxito, pese a los ingentes avances de la ciencia, son limitadas.
El dolor crónico es una auténtica epidemia. En España cerca de 8 millones de personas lo padecen -una de cada seis- y lo peor es que son muchos los casos que, al no encontrar soluciones, acaban desencadenando en trastornos mentales y psicológicos. Fibromialgia, neuralgia del Trigémino, esclerosis múltiple, ELA, migrañas, dolencias oncológicas, lumbares o cervicales conforman una pequeña parte de un listado sin fin que a un 11% de la población le genera limitaciones a diario.
El anuncio público de Rafael Nadal de que padece una lesión crónica en el pie izquierdo, el síndrome de Müller-Weiss, que le impide rendir en condiciones, no tiene una solución definitiva y le provoca dolores intensos y constantes que ha tenido que atajar con infiltraciones y bloqueos, ha servido para dar visibilidad y atraer los focos hacia aquellas patologías que marcan la vida de ciudadanos anónimos que luchan contra ese suplicio que les maltrata día tras día. Nadal, ejemplo inigualable dentro y fuera de la pista, reflexionó incluso sobre la posibilidad de retirarse y aseguró que el dolor crónico era el rival más difícil al que se había enfrentado nunca. Su capacidad de sufrimiento es única.
Ahora, el tenista se va a someter a un tratamiento -Radiofrecuencia Pulsada- que, si bien no cura, sirve para neuromodular el dolor. La técnica consiste en generar una corriente eléctrica, a través de electrodos y agujas, hasta el nervio más próximo al lugar que atormenta, provocando un calor controlado. La temperatura consigue modificar la sensación de dolor, reduciéndolo o eliminándolo durante un período de tiempo. Es un tratamiento paliativo, que permite al paciente mejorar su sintomatología, pero que no resuelve la patología que la provoca y cuyo éxito depende de manera exponencial con la pericia y la experiencia del especialista para llegar, a través del ecógrafo o del TAC, lo más cerca posible del tejido diana.
Pese a contar con excelentes profesionales, hay estudios que desvelan que el dolor crónico en España no se trata como es debido ni en la mitad de los casos. El desconocimiento de algunas técnicas y la economía -las unidades de dolor públicas están saturadas y muchos pacientes no pueden acudir a las privadas- son las principales causas. La escasez de tratamientos personalizados a todos los niveles, con seguimiento para valorarlos, la falta de un diagnóstico preciso o la ausencia de efectos duraderos de los paliativos demandan un cambio de las instituciones sanitarias en el tratamiento y la atención para que los millones de afectados puedan tener una vida digna que les permita convivir con ese enemigo invisible.