Zarpazos de libertad

Javier Herrero (EFE)
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Lola Flores, una de las figuras más icónicas del flamenco de todos los tiempos, sigue viva en el imaginario popular gracias al arte, el desparpajo y la independencia que gobernaba su vida

Zarpazos de libertad - Foto: EFE

Si por algo se recuerda a Lola Flores es por su libertad: hacía y decía siempre lo que la venía en gana. La faraona era tan histriónica y tan suya que una vez dijo que, mientras viviera, sería como una «pantera negra», por eso 30 años después de su muerte, su influencia es tal que sigue pegando zarpazos, ya sea en forma de museo, documental, como objeto de estudio en las altas instancias culturales o hasta entre los niños que ven Eurovisión.

Hoy se cumplen tres décadas de su fallecimiento en Madrid a causa de un cáncer de mama, aniversario que llega solo dos años después de que se celebrara el centenario de su nacimiento en el barrio de San Miguel de Jerez de la Frontera (Cádiz).

Bien es conocido que su relación con el espectáculo nació en el bar que en esa localidad regentaba su padre, frecuentado por señoritos de borrachera y flamencos, en una época en la que este arte era una manifestación marginalizada.

Fue precisamente su labor para llevarlo a los grandes escenarios una de sus grandes aportaciones, primero de la mano de Manolo Caracol, que la descubrió a los 16 años y al que terminó contratando ya en 1943 para el espectáculo Zambra.

Amante de adornar muchas de sus historias, contó en una ocasión que su manera de bailar la había aprendido de un oso que paseaba un señor con un pandero por su calle cuando era pequeña. «El oso bailaba colosal, mejor que muchas mujeres. El hombre le tocaba la zambra con el pandero y el animal la bailaba chipén, hasta moviendo las caderas. Yo, como le tenía mucha afición al baile, comencé a hacer como hacía el oso y, poquito a poco, delante del espejo, acabé bailando como rebién la zambra», contó en cierta ocasión.

Frente a las copleras más alineadas con el régimen franquista, Flores apostó por presentaciones desbocadas, salvajes, con el pelo suelto y una peculiarísima manera de moverse y bailar que irradiaba poderío sexual.

Tolerada por la dictadura, incluso a pesar de su escandalosa relación sentimental con Caracol, cuando aquella historia terminó comenzó a recorrer plazas internacionales, de Nueva York a México.

De su matrimonio con Antonio González El Pescaílla nacieron tres hijos que alargaron la saga (Lolita, de la que estaba embarazada cuando se casó en 1957, Antonio y Rosario) y su hogar madrileño, sito primero en un piso de la calle María de Molina y después en el chalet de El Lerele, fue parada habitual de muchas estrellas y jolgorios.

«He probado la coca y los porros. Todo se puede hacer en la vida... con método. Y después, tres días tranquila bebiendo agua y buen puchero», afirmaría en una entrevista ya en democracia.

A su aire

Lola Flores fue una pantera, pero una pantera de libertad e independiente. Incluso cuando por ley no podía serlo, ella,  tan vanguardista y peculiar se reinventaba y volvía a mantenerse en el candelero. 

Fue la época del «¡Si me queréis, irse!», que exclamó agónica a la muchedumbre que colapsó la boda de su hija Lolita, o la del «Si una peseta diera cada español...», cuando Hacienda le reclamó una deuda millonaria.

En este último lustro, ha sido nombrada Hija Predilecta de Andalucía y de Cádiz, ha sido objeto de una exposición en la Biblioteca Nacional y protagonista del museo que se ha abierto en torno a su vida en su localidad natal.

Allí fue donde se desmintió la famosa crónica publicada en The New York Times a raíz de una de sus actuaciones en EEUU («Ni canta, ni baila, pero no se la pierdan»), una de esas fantasías que no importa que no sean ciertas, porque la representan tan bien como aquella otra que le atribuyó la frase de «quién no se ha dado un pipazo con una amiga».