Editorial

Bruselas exige explicaciones sobre la «autoamnistía»

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Bruselas ha hablado. Aunque lo ha hecho con el tono técnico y reservado que exige un proceso judicial en curso, sus palabras contienen un claro cuestionamiento. La Ley de Amnistía, lejos de responder con claridad a un interés general, parece una «autoamnistía». Así lo ha trasladado la Comisión Europea al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), apuntando al corazón del acuerdo que permitió la investidura de Pedro Sánchez. Los votos de los beneficiarios fueron decisivos para su aprobación, y su origen es un pacto político sellado al margen de cualquier filtro institucional.

La reacción del Gobierno ha sido inmediata y previsible. Moncloa interpreta estas observaciones como una forma de «validación» por parte de Bruselas, escudándose en que no se aprecia afectación directa a los intereses financieros de la Unión. Pero no todo en Europa se reduce a dinero. El Estado de Derecho, la separación de poderes y la limpieza institucional son pilares del proyecto comunitario. Y es ahí donde la Comisión eleva su preocupación, poniendo el foco en la opacidad de la norma, la falta de claridad jurídica, la exclusión de voces disidentes y, en el fondo, la percepción de que quienes detentan el poder han legislado para garantizar su continuidad.

El PP ha recogido esta postura como munición política y jurídica. Su esperanza es que el Tribunal Constitucional «tome nota» de la tesis de la Comisión y «actúe en consecuencia». Pero el alto tribunal ha respondido en sentido contrario, ya que desoye las advertencias y permite que su presidente, Cándido Conde-Pumpido, participe en las deliberaciones sobre la ley, pese a la petición de abstención cursada por los populares. Un golpe que, más allá de lo jurídico, refuerza la sensación de que el control de constitucionalidad está sometido a mayorías coyunturales.

Resulta llamativo que la Comisión Europea critique expresamente que no se haya atendido a las recomendaciones de la Comisión de Venecia, en particular las referidas a restringir y definir con mayor precisión el alcance material y temporal de la amnistía. También pone el acento en el plazo imperativo de dos meses para resolver sobre su aplicación, que podría colisionar con el derecho a un proceso judicial con garantías.

Con todo, la posición de Bruselas no es vinculante, pero se ha convertido en un espejo incómodo que refleja que esta ley no es un acto de reconciliación nacional ni un gesto de altura política, sino el peaje de una investidura. El problema no es solo que se amnistíe a los autores del procés, sino que se haga sin el consenso mínimo y con una arquitectura jurídica que despierta más recelos que certezas.

Aún queda camino por recorrer en el TJUE, pero lo que está en juego ya no es solo una ley controvertida, sino el prestigio institucional de un país que, tras décadas de integración europea, no puede permitirse que sus decisiones internas se perciban como maniobras de blindaje político. Europa, de nuevo, nos exige explicaciones.