El último Cónclave

Óscar del Hoyo (SPC)
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La elección de Bergoglio en marzo de 2013 sorprendió a muchos. El argentino no estaba en la terna de los potenciales Pontífices y se volvió a cumplir el dicho de que el que entra como Papa a la Capilla Sixtina sale como cardenal

Los purpurados se disponen a votar en la última cita ‘bajo llave’. - Foto: EFE

Martes, 12 de marzo de 2013. El día había amanecido gris, plomizo. Una cautiva gota de agua se deslizaba por el cristal de una de las habitaciones de la residencia Santa Marta. Era un día de paraguas. Del cielo encapotado de la Ciudad Eterna caía una fina lluvia. Había llegado la hora del Cónclave, de repetir un solemne ritual que proviene del latín cum clavis -bajo llave- por la reclusión y el particular ambiente en el que se celebra.

Los 115 cardenales electores procedentes de medio centenar de países se iban a encerrar en la Capilla Sixtina del Vaticano para designar al Papa 266 de la historia de la Iglesia. Los purpurados, alojados en el complejo que a finales del siglo XIX sirvió para atender a los enfermos de cólera y que también se utilizó durante la Segunda Guerra Mundial como escondite de judíos, se disponían a trasladarse hacia la Capilla Paulina. Era el momento de elegir al nuevo sucesor de Pedro.

Esa misma mañana, durante la tradicional y solemne misa Pro eligendo Romano Pontífice, el cardenal Angelo Sodano decano del Colegio Cardenalicio, había dado las claves del perfil que se buscaba, insistiendo en la necesidad de encontrar en el nuevo Santo Padre la figura del buen pastor, aquel que guiara a la Iglesia y diera la vida por cada una de sus ovejas. Este último mensaje pesaría en la decisión final.

Las quinielas llevaban mucho tiempo circulando. Había un claro grupo de favoritos, pero también existían muchas dudas e invisibles y enconadas luchas de poder. La decena de congregaciones generales que se habían celebrado los días previos a la elección, en las que hubo más de un centenar de intervenciones, habían empujado a la reflexión de los cardenales electores. Continuismo o ruptura. El italiano Scola, el canadiense Ouellet y el brasileño Scherer formaban la terna que manejaba la mayor parte de los vaticanistas, pero el dicho, de que quien entra Papa al Cónclave acaba saliendo cardenal, se iba a cumplir una vez más.

Un intenso olor a incienso impregnaba buena parte de las salas del Palacio Apostólico. Dos de los frescos de Miguel Ángel -La conversión de San Pablo y La crucifixión de San Pedro- que cuelgan de las paredes de la Capilla Paulina, separada de la Sixtina únicamente por la Sala Regia, eran testigos mudos de que, tras la oración, el momento del encierro se acercaba.

Sólo los prelados menores de 80 años tienen derecho a votar. Firma: RICCARDO ANTIMIANI

Una mezcla de tensión y de marcada solemnidad que aumentaba al mismo tiempo que los cardenales, posicionados en dos filas perfectas, comenzaban a andar sobre el impoluto y brillante suelo mientras entonaban al unísono, como si de un coro se tratase, la inconfundible letanía del ora pro nobis. Por segunda vez en la historia, la procesión de los purpurados hacia la Capilla Sixtina podía ser vista por televisión. 

Giovan Battista Re es el último en entrar. Los cardenales electores se colocan en los lugares reservados. La sala ha sido preparada a conciencia. Se ha cuidado hasta el más mínimo detalle. Amueblada con 115 sillas de madera de cerezo, cada una marcada con el nombre y apellido de su dueño, la estancia cuenta con una docena de mesas de madera -seis a cada lado- cubiertas con una noble tela granate que es rematada por encima con otra más pequeña de oscuro beige. Los cardenales entonan el Veni Creator Spiritus, para que el Espíritu Santo les ayude en su trascendental misión.

Después, un corto pero intenso silencio retumba en la Sixtina. Comienza un juramento conjunto que da paso al individual. Uno a uno los electores van pasando para poner su mano sobre el Evangelio y repetir las mismas palabras. Casi todos lo hacen de una manera similar, pero hay uno que llama la atención, lo hace de una forma particular, distinta: es Jorge Mario Bergoglio. Tras esperar a escasa distancia y con las manos entrecruzadas a que el cardenal brasileño Claudio Hummes acabara, el arzobispo de Buenos Aires, con gesto serio y voz pausada, coloca unidos sus dedos anular y corazón sobre las Sagradas Escrituras, mientras que el índice y el meñique permanecían separados a ambos lados. Bergoglio era muy conocido, sobre todo porque en el anterior Cónclave -donde fue el segundo que más votos consiguió- se había erigido como el polo opuesto de Ratzinger, un rival que finalmente se quedó en el camino de Benedicto XVI y que en esta elección, aunque su discurso durante las congregaciones generales fue de los que más entusiasmo provocó, ya no aparecía entre los favoritos por su avanzada edad -76 años-. 

La lluvia arrecia con fuerza sobre Roma. A pesar de las inclemencias del tiempo, un buen número de personas se concentra en la Plaza de San Pedro. El colorista mural del Juicio final de Miguel Ángel, con su sobrecogedor Cristo en el centro del mismo separando a justos de pecadores, se eleva sobre la pared en la que se ubica el altar. Delante, se ha instalado la mesa en la que los cardenales electores depositarán sus votos. Es el momento culmen. A partir de ahora, ya nadie podrá ver lo que sucede. El recelo es máximo, hasta el punto de que se han colocado inhibidores de frecuencia para evitar posibles filtraciones de lo que ocurre dentro. Extra Omnes -Todos fuera-.

El cardenal Guido Marini advierte de que todas las personas que no vayan a participar en el Cónclave deben abandonar la Capilla Sixtina. Él mismo se dirige hacia el umbral de salida, abre sus brazos, agarra las puertas y las cierra, provocando un chirriante sonido de las viejas visagras que culmina con un golpe seco que estremece. Dos miembros de la guardia suiza custodian la entrada. La designación del nuevo Papa ha comenzado.

La elección

Sobre una cartulina roja que sirve de apoyo, los 115 cardenales electores proceden a escribir en la tarjeta que ya incluye la frase Eligo in summum pontificem -Elijo como Sumo Pontífice- el nombre del que consideran debe ser el sucesor de Benedicto XVI. Ha llegado el momento de la primera votación. El secretario del Colegio de los Cardenales, el maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias y los ceremonieros, que estaban en la sala, la abandonan.

Todo apunta a que el Cónclave será corto. Desde el siglo XX ninguno de los celebrados se ha prolongado más de cinco días. El más largo de la historia fue el de la elección del Papa Gregorio X (noviembre de 1268 a septiembre de 1271), con 33 meses, mientras que el más rápido fue el de Julio II (1503) que se llevó a cabo en unas horas.

Uno a uno, los purpurados se dirigen hasta el altar mayor. No caminan sobre el impoluto suelo, sino por encima de una alargada estructura de madera que está cubierta con una tela beige, de unos 60 centímetros de altura con respecto al suelo y alineada con el segundo peldaño del altar. Juran y depositan su papeleta. Mientras, en la Plaza de San Pedro, donde la noche ya es cerrada, la lluvia ha dado una pequeña tregua.

El recuento comienza. Un trío de escrutadores procede a sumar los votos. Van anotando los sufragios en una hoja. Uno de ellos se encarga de perforar las papeletas con una aguja, justo a través de la palabra Eligo, y las inserta en un hilo.

La guardia suiza es la encargada de velar por la seguridad. Firma: G. Mangiapane

El arzobispo Emérito de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez, se convierte en un altavoz humano. Con su poderosa voz, va diciendo uno a uno los nombres que aparecen. ¿Por qué? El vicedecano del Colegio Cardenalicio, Giovanni Battista Re, había descartado unos días antes utilizar un micrófono por miedo a que se captase la señal. La voz tenue de los encargados del recuento no permite que todos los cardenales puedan oír lo que sucede y pide a Sandoval que lo haga de viva voz.

No hay acuerdo. Aparecen muchos nombres, pero entre todos destaca un cuarteto formada por Scola -el más votado-, Ouellet, Scherer y Bergoglio, que va ligeramente por detrás. Se cotejan una vez más las papeletas y se procede a su quema.

La gente en la calle está expectante. Hay un incipiente runrún que pronto se convierte en murmullo. Por la mítica y antigua chimenea sale una densa humareda negra. No hay dudas. Son las 19,42 horas en Italia y la fumata anuncia que ninguno de los cardenales ha logrado conseguir los dos tercios de los votos necesarios. Habrá que esperar. Los fieles agolpados muestran su decepción. El día ha sido largo. Llueve. Los cardenales, que se dirigen ya a la residencia Santa Marta, volverán a votar mañana.

Días antes de iniciarse el encierro, todas aquellas personas que iban a participar en el Cónclave -religiosos y trabajadores- habían procedido a prestar el juramento de silencio para que nada de lo que sucediera allí se diera a conocer. Aún así, las filtraciones y el trabajo de investigación periodística de algún profesional -como el del argentino Andrés Beltrano, así como del italiano Andrea Tornielli- o de varios de los medios impresos más prestigiosos de Italia, especializados desde hace décadas en todo aquello que sucede en el Vaticano -caso de La Stampa o La Repubblica-, han logrado aportar luz a uno de los secretos mejor guardados, sobre todo en lo que atañe a las votaciones. 

Amanece desapacible. Es miércoles, día 13. Las gotas resbalan zigzagueantes por los cristales de la residencia Santa Marta. De nuevo abundan los paraguas. Un autobús espera a los 115 electores para tasladarles a  la Capilla Sixtina. Hay que votar. A pesar del variado resultado del primer sufragio, sigue habiendo un favorito claro por encima del resto: Angelo Scola. El cardenal de Milán confía en que los purpurados más cercanos a Ratzinger le den su apoyo. Cuenta con ese buen número de votos y piensa que el grupo de Bertone y Sodano, italianos como él, también le otorgarán su respaldo. Craso error.

La segunda votación, que no deriva en fumata, rompe las previsiones. Los sufragios con los que Scola contaba se dividen entre el candidato de la Curia, el brasileño Odilo Pedro Scherer y Jorge Mario Bergoglio. Todavía cuenta con algunos apoyos, pero la división entre los cardenales italianos, que era más que evidente, y las luchas internas del pasado habían dejado de lado al que muchos señalaban como el elegido. 

Desde el siglo XX, ningún encuentro 'bajo llave' se ha prolongado más de cinco días.

 

Las posturas estaban cada vez más claras. El cardenal hondureño Oscar Rodríguez Madariaga apostaba sin matices por Bergoglio. Desde el primer momento se decantó por el argentino y fue, junto al español Santos Abril, su gran valedor. Bertone, por su parte, quería a Scherer. El arzobispo de Sao Paulo, que tampoco tenía el respaldo de parte de los no europeos, era ahora el candidato de la Curia Romana. Dos perfiles distintos se posicionaban para ser el nuevo Vicario de Cristo.

11,40 horas. No hay acuerdo. La chimenea de la Capilla Sixtina volvía a echar humo. El perclorato de potasio, el antraceno y el azufre se mezclan con las papeletas en la estufa. La fumata, negra. La tercera votación, la última de la mañana, tampoco ha conseguido el consenso. La silla de Pedro sigue sin dueño, aunque los papables, por la cantidad de votos con los que contaban cada uno de ellos, ya solo son dos y Bergoglio tenía ventaja, sumaba ya medio centenar de apoyos.

«Todo comenzó a cristalizarse a medida que se elevaban los votos y nos dimos cuenta de que era el elegido», comentó al día siguiente el cardenal francés, André Vingt-Trois. Por la tarde se retomarían las votaciones. Había llegado la hora de reponer fuerzas y sellar alianzas. 

El deseo de cambio era evidente. Muchas de las discusiones y los debates que mantuvieron los cardenales antes del Cónclave, sobre todo en las Congregaciones Generales, habían dejado entrever que era más necesaria que nunca una renovación, una vuelta a los orígenes y a la esencia de la Iglesia. Los no europeos tenían un acuerdo tácito para que el nuevo Papa no fuera del Viejo Continente y el sentimiento anticuria se había hecho muy grande.

El resultado de cada votación se leyó de viva voz por miedo a que se captase la señal del micrófono.

Como explicó un año después el periodista Andrea Tornielli, el almuerzo del segundo día del Cónclave fue similar al que tuvo lugar en 1978 con Juan Pablo II o el de Benedicto XVI en 2005, cuando los cardenales indecisos decidieron dar su apoyo al purpurado que se convertiría en el Santo Padre. Había dudas y preguntas sobre Bergoglio. La renuncia a ser Papa en 2005, su papel durante la dictadura argentina y, sobre todo, los rumores que circulaban acerca de su estado de salud estaban sobre la mesa. El arzobispo de Buenos Aires había sido operado del pulmón derecho en la década de los 50. Le faltaba un trozo del mismo; algo que no le impedía hacer vida normal. Madariaga trataba de aclarar estas cuestiones, convirtiéndose en el gran valedor del argentino.

Habemus Papam

El tiempo seguía sin acompañar. El final del invierno estaba resultando desapacible. Los cardenales volvieron a la Capilla Sixtina con una idea clara: Bergoglio era el elegido. En la primera votación de la tarde volvió a sumar más apoyos, aunque no fueron los suficientes para alcanzar los dos tercios. El Papa Francisco reconoció meses después que un sentimiento de agitación crecía en él al mismo tiempo que los votos iban aumentando. El cardenal brasileño Claudio Hummes, que estaba a su lado, lo trataba de tranquilizar y lo reconfortaba.

La siguiente votación, la quinta del Cónclave, no se pudo llevar a término. Se contabilizaron 116 papeletas, una más de las que eran posibles. El descuido de uno de los electores, que entregó dos tras pegársele una a la que tenía intención de depositar, provocó el error y la anulación del escrutinio. 

Como ocurriera en 1978, el almuerzo del segundo día  fue clave para decantarse por el Santo Padre.

La sexta fue la definitiva. El nombre de Bergoglio sonaba con fuerza cada vez que Sandoval lo pronunciaba. Uno a uno fue sumando adeptos hasta llegar a la esperada cifra de los 77. Los cardenales desataron sus tensiones y mostraron su alegría con una atronadora ovación, aunque el recuento no había acabado y el argentino no paraba de recabar apoyos. Hummes se levantó y abrazó al nuevo Papa. «No te olvides de los pobres», le sugirió al oído.

Finalizado el recuento total de las 115 papeletas y siguiendo la tradición, Giovanni Battista Re se acercó a Bergoglio para preguntarle si aceptaba la elección, a lo que el argentino respondió: «Soy un gran pecador, confiando en la misericordia y en la paciencia de Dios. En el sufrimiento, acepto». Re continuó con el ritual y le interpeló: «Quo nomine vis vocari?». -¿Con qué nombre deseas ser conocido?-. El nuevo Papa se acuerda de Hummes, de los pobres y no lo duda. «Vocabor Franciscum». -Me llamaré Francisco-. 

Había llegado el momento del retiro. El nuevo sucesor de Pedro se dirige a la sacristía de la Capilla Sixtina, una pequeña habitación ubicada a la izquierda del altar mayor que permanece cerrada al público durante las visitas. En un perchero de la denominada sala de las lágrimas, calificada así por las que los papas han derramado al ser elegidos, espera ya la sotana blanca confeccionada por la sastrería Gammarelli. Francisco reflexiona solo y en silencio. Disfruta del momento en la intimidad de una sala con suelo de terrazo y de cuyas blancas paredes cuelgan un buen número de cuadros. Sobre la única mesa de la estancia hay una pequeña imagen de la Virgen con el niño Jesús. Al lado, un sofá de terciopelo de color rojo. Se viste. Escoge el solideo, el pectoral y se decanta por un crucifijo de plata y no de oro; un gesto que da las primeras pistas de cómo será su Papado.

 

Hummes susurró al oído de Bergoglio: «No te olvides de los pobres».

Clorato de potasio, lactosa, colofonia y las papeletas de las tres últimas votaciones -dos válidas y una fallida- son pasto de las llamas en las estufas. 19,06 horas. No había duda. Fumata blanca. La Iglesia tenía nuevo Papa, el número 266 de la historia. El primer jesuita y el primer latinoamericano. La plaza de San Pedro, abarrotada de fieles con un mar de paraguas, explotaba de júbilo. La lluvia se dejaba notar al tiempo que las campanas repicaban con fuerza para dar la buena nueva: Habemus papam

Fuera de las paredes de la Sixtina había mucha confusión. Los rumores corrían como la pólvora por las redes sociales. Minutos antes de que el nuevo Pontífice saliera al balcón de la Logia de las bendiciones, el secretario general de la conferencia italiana de obispos, Mariano Crociata, envió un comunicado vía twitter mostrando su alegría por la elección de Scola como Papa. La cuenta del prelado fue bloqueada y muchos dieron por hecho que el cardenal de Milán había sido el elegido. 

Lejos de las elucubraciones del exterior y ya vestido de blanco, el nuevo Papa regresa por un estrecho pasillo a la Sixtina. La emoción le embarga. Los purpurados lo reciben de nuevo con un unísono y sonoro aplauso y uno a uno se dirigen hacía él para jurarle obediencia. Fuera ha dejado de llover. Bergoglio está abrumado. La responsabilidad es inmensa.

Un nuevo Pontífice

Todo el mundo está pendiente del balcón de la Logia. Cualquier movimiento que se registra tras los cristales provoca una ruidosa algaravía. Son las 20,11 horas. Dos sombras se acercan. Se intuye que ha llegado el momento. Las dos grandes cortinas se abren al unísino, dejando entrever lo que sucede en el interior. Ayer se cerraba una puerta y hoy se abre una ventana.

La lluvia ha dado una tregua. La emoción del gentío se desborda. El protodiácano y cardenal Jean-Louis Tauran, flanqueado por dos ayudantes -uno sujeta un micrófono y el otro el libro del anuncio- esboza una sonrisa y se acerca hasta la balaustrada de piedra. El francés, que lucha desde hace tiempo contra el párkinson, confirma la noticia. «Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam». La abarrotada plaza de San Pedro explota de júbilo. No cabe un alma. Los flashes de cámaras y teléfonos móviles para inmortalizar el momento se hacen notar. Tauran para por unos instantes y prosigue. «Eminemtissimun ac reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Eccleaseae Cardinalem Bergoglio». 

Una parte de la plaza rompe la pequeña pausa y lo festeja. «Qui sibi nomen imposuit Franciscum». El purpurado francés vuelve a sonreír, saluda con la cabeza y abandona el balcón, cuya ventana se cierra de nuevo con una enorme cortina de terciopelo granate. Los fieles aclaman al nuevo Santo Padre y la plaza se viene abajo. Jorge María Bergoglio, el cardenal argentino que había disputado el papado a Joseph Ratzinger en el anterior Cónclave de 2008, había roto todos los pronósticos y se convertía en el primer Papa jesuita y latinoamericano de la historia. El criterio de la edad -76 años- no había sido un obstáculo para su elección, a pesar de que la mayor parte de los vaticanistas había apostado por la elección de un Pontífice más joven. Su perfil confirmaba que la Iglesia apostaba por el cambio.

Ocho minutos después, la tupida cortina se volvía a abrir. Los cardenales ya habían tomado posiciones en los balcones aledaños. Tras el estandarte, aparecía la figura del nuevo Papa, que era ayudado para sortear el escalón del balcón de la Logia de las bendiciones. Francisco levanta su mano diestra y bendice de derecha a izquierda a los fieles, para volver en sentido contrario. Aparece tímido, casi inmóvil. En los cristales de sus gafas se reflejan las luces de la plaza y en su rostro, la importancia y la trascendencia de un momento único. Sobre su pecho ya descansa una cruz, el pectoral, que llama la atención por su austeridad y sencillez. No es de oro, sino de plata. Ni rastro tampoco de la muceta, esa pequeña capa de terciopelo rojo que algunos papas utilizan en invierno. Varias banderas argentinas ondean entre el gentío mientras suena el himno de Italia.

Bergoglio saluda a los fieles desde el balcón tras ser elegido. Firma: Reuters

 

El Pontífice permanece prácticamente inmóvil. A su espalda, el cardenal Guido Marini, que porta la estola en sus manos, hace indicaciones para que acerquen el micrófono. El frío y la humedad se hacen sentir mientras algunos de los cardenales ya han tomado posiciones detrás del Papa. Todo está dispuesto para la bendición Urbi et Orbi. Francisco agarra el micrófono, que es sujetado por un ayudante, con su mano derecha, y arranca: «Hermanos y hermanas, buenas tardes». Los vítores y los aplausos se hacen sentir y fuerzan a Bergoglio a hacer una pequeña pausa. «Sabéis que el deber del Cónclave era dar un Obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo..., pero aquí estamos», comenta de forma espontánea y pausada, entrelazando sus manos y con una media sonrisa en su cara. «Os agradezco la acogida. La comunidad diocesana de Roma tiene a su Obispo. Gracias. Y ante todo, quisiera rezar por nuestro Obispo emérito, Benedicto XVI. Oremos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo proteja».

El bonaerense comienza a rezar un Padre Nuestro y toda la plaza al unísno lo sigue. «Y ahora, comenzamos este camino: Obispo y pueblo. Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias. Un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad. Deseo que este camino de Iglesia, que hoy comenzamos y en el cual me ayudará mi Cardenal Vicario, aquí presente, sea fructífero para la evangelización de esta ciudad tan hermosa. Y ahora quisiera dar la Bendición, pero antes, antes, os pido un favor -solicita con las manos en alto-: antes que el Obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para que el Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la Bendición para su Obispo -el aplauso aflora de nuevo-. Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí...», reclama Francisco, apoyando sus manos en la balaustrada y bajando su cabeza para rezar. Los fieles le siguen. El silencio es total. La imagen de humildad conmueve.

Francisco ya disputó el Papado a Joseph Ratzinger          en 2008.

 

El Papa se incorpora. Gira hacia un lado buscando a alguien. El cardenal Marini sujeta la estola, se sitúa delante de Francisco y se la impone. Tras las palabras de Tauran, Bergoglio, con cierta timidez, se vuelve a dirigir al pueblo. «Ahora daré la Bendición a vosotros y a todo el mundo, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad». Pausado, con calma, el nuevo Vicario de Cristo, imparte de forma cercana y sencilla la bendición Urbi et Orbi.

La plaza estalla de nuevo de júbilo mientras el argentino se desprende de la estola y la besa. El himno de Italia suena de fondo otra vez. El Papa disfruta de unos segundos junto a su pueblo. «¡Francesco!, ¡Francesco!», grita el gentío. «Hermanos y hermanas, os dejo. Muchas gracias por vuestra acogida. Rezad por mí y hasta pronto. Nos veremos pronto. Mañana quisiera ir a rezar a la Virgen, para que proteja a toda Roma. Buenas noches y que descanséis», se despide Bergoglio con una gran sonrisa. Su mensaje había calado. No había dejado indiferente a nadie. 

La noche era fría. Una limusina esperaba al Papa para trasladarlo hasta Santa Marta, pero Bergoglio cambia los planes. No quiere utilizar el coche oficial y prefiere acudir con sus colegas en el autobús para cenar, un ágape en el que volvió a destacar por su humildad y sencillez. Allí quiso, en un tono más distendido, agradecer a los purpurados su apoyo durante el Cónclave y les espetó una frase, que, días después, desvelaría el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi. «Que Dios os perdone por lo que habéis hecho».

Los gestos y las formas que se empezaban a atisbar del nuevo Papado sorprendían a muchos y ya incomodaban a unos pocos. Al día siguiente, el Pontífice volvió a decantarse por un vehículo normal. Francisco decidió acudir a la iglesia Santa María La Mayor -conocida como la de los españoles- para rezar a la Virgen y donde le esperaba uno de sus grandes apoyos; el arcipreste Santos Abril y Castelló. Lejos de querer protagonismo, accedió al templo por una puerta lateral. Después, le pidió al chófer que se desviara de la ruta para acudir hasta la via Scrofa, donde está ubicaba la Casa Internacional del Clero, residencia en la que estuvo los días previos al Cónclave. El argentino se acercó a recepción, donde recogió sus pertenencias, pagó la factura y dejó estupefactos al personal y a los clientes que en esos momentos allí se encontraban. 

Los gestos y las formas de los inicios del jesuita argentino estaban marcados por la humildad.

Un nuevo Papa y una nueva, sencilla y humilde forma de transmitir el mensaje. El Pontífice pidiendo al pueblo que rece por él, el pastor que guiará al rebaño en estos albores del tercer milenio. Su nombre -Francisco- ya refleja las que van a ser las líneas de su papado: pobreza y retorno al espíritu evangélico. «Cuanto más grande seas, más humilde debes ser. ¿Por qué? Porque el poder, el dinero o las alturas son como la ginebra en ayunas. A ver, ¿alguna de las abuelas tomó ginebra en ayunas? Verían que todo les iba a dar vueltas. Es decir, marean... Las alturas marean», comentaba Bergoglio cuando solo era arzobispo de Buenos Aires.

El próximo miércoles los purpurados volverán a reunirse en la capilla que pintó el inigualable Miguel Ángel para elegir al que será el 267 Pontífice de la Iglesia católica. Ya hay varios candidatos en todas las quinielas, pero ya saben que el que entra con la vitola de Papa al Cónclave siempre sale como cardenal.