…y el país se detuvo: Boda Preysler-Boyer. Pues sí: el año empezó con una boda que tiñó de rosa y rojo la escena nacional, y terminó con una descomunal huelga general que paralizó al país durante todo un día en el que hasta la televisión oficial se fue a negro, como suelen cantar los cánones del medio. La coyunda entre la reina de 'couché' nacional, Isabel Preysler, y el poderoso exministro de Economía del felipismo, Miguel Boyer, guardaba en sí misma todos los alicientes que enamoran a los hispanos: cotilleo y morbo. La cosa estalló cuando el marqués de Griñón, el marido fetén de la reina de corazones, cayó en la cuenta, tras muchos avisos, de que su señora le estaba adornando la frente. Se puso a la máquina y redactó un documento despidiendo a la infiel; de inmediato, porque lo tenían preparado, los protagonistas del romance abandonaron los salones rococó del departamento oficial donde vivía Boyer, 'El Picadero' le llamaban, y se marcharon a El Viso, la calle Arga donde llegaron ya casados después del enlace en un juzgado madrileño, apadrinados por otro banquero, el orondo Amusátegui y la esposa del presidente de la Renault. Boyer ingresó en la 'jet', le nombraron presidente del Banco Exterior de España, y en este selecto club se constituyó también la famosa, y muy corrupta, 'beautiful people'.
Era la España rosa y rica opuesta a la España roja que durante 12 meses preparó una huelga espectacular. Sus objetivos políticos eran desacreditar a Carlos Solchaga, sucesor de Boyer en Economía y naturalmente a Felipe González. Meses y meses de desencuentros cruzados no siempre con la mejor educación disponible y de propuestas sindicales que el Gobierno se negaba aceptar culminaron en ese paro general en las vísperas de Navidad durante la cual, 24 horas seguidas, el 84 por ciento de los españoles, que ya es decir, abandonaron el martillo, la azada o la pluma y se tomaron un asueto. La televisión única, TVE, que tenía que anunciar por la medianoche los servicios mínimos decretados se pasó al luto y en ese momento el secretario general de Comisiones Obreras, Antonio Gutiérrez, luego convertido en diputado del PSOE, ¡lo que cambian los tiempos! anunció triunfante: «Compañeros, hemos ganado la huelga».
Y la ganaron, ¡vaya si la ganaron! Allí se cerró la paz social propalada gozosamente por el Gobierno socialista, y se empezó a visualizar la España real, la opuesta a los últimos vestigios del caudillaje, ya diluidos por una democracia que aceptaba, incluso sin aspavientos, la mísera despedida que los franquistas depararon a la viuda del llamado Generalísimo, Carmen Polo, muerta a los 88 años víctima de una complicación renal. Poco espacio se dedicó a una señora que durante 40 fue, y así se decía: «la sonrisa del Régimen». Pero además, el registro oficial de fallecidos se llenó en el país con otro ciudadano ilustre, Josep Tarradellas, el primer presidente redivivo de la Generalitat catalana, apeado del poder por un incontenible, entonces, Jordi Pujol («Yo solo me dedico -dijo en campaña- a 'fer país'») que, apenas llegado a Sant Jaume reveló ante un público entregado que Cataluña tenía verdaderamente un antigüedad de más de 1.000 años, o sea que, más o menos, se presentó ante la masa nacionalista como el sucesor de Wifredo el Velloso, Guifré el Pilós en catalán. Ya a la sazón el president por antonomasia del antiguo Principado ocultaba sus dineros en Andorra, una maniobra fea que, curiosamente, ni entonces ni ahora ha parecido a sus compatriotas demasiado grave y onerosa.
Y había, ¡cómo no! muertos esperados, los de ETA, 22 en 1988, que se daban ya por descontados, los muertos y los secuestrados. En ese ejercicio desapareció de sus industrias cárnicas un choricero conocido, Emiliano Revilla, al que el jefe de la banda, que luego se arrepintió de sus crímenes, el terrorista Urrusolo, tuvo retenido en un agujero, el zulo de dos metros de largo por 1,80 de alto, nada menos que doscientos ochenta y tantos días, creemos saber que en el segundo secuestro más largo de la tenebrosa historia de ETA, un poco más corto, desde luego, que el de Ortega Lara. Al final, la familia pagó 1.000 millones de pesetas, y el entonces periódico de ETA, Egin, presentó el episodio como una gran refuerzo a la estrategia de la banda que había respondido de esta forma al fracaso de las llamadas conversaciones de Argel, en las que por una parte el Gobierno de la nación y por otra el preboste de la banda, Txomin, Iturbe Abásolo, nunca llegaron a un acuerdo. Por cierto, el terrorista se mató dicen que caído desde el tejado de su casa en Argel. Nadie se creyó la especie.
En la relación de fallecidos anuales no se ha incluido conscientemente a un presunto suicidado, Rafi Escobedo, el pobre diablo que en la historia de la Justicia española aparece, sin mucha convicción, como autor material del asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo. Lo hizo -según el escrito del fiscal Zarzalejos, un duro entre los duros- «solo o en compañía de otros». Los «otros», desde el mayordomo sarasa a algún supuesto y no confeso cómplice de Escobedo corrieron distinta suerte, alguno estuvo en la cárcel, otro huyó a Brasil, y el empleado de cámara terminó ganándose la vida de televisión en televisión, pero perdiendo el crédito cada vez que sembraba dudas sobre la conducta de cualquier habitante de la casa de la sangre,
Era, decimos, la España de El bosque animado que Alfredo Landa llevó al cine y que le deparó prestigio retardado, a buenas horas mangas verdes, a uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, Wenceslao Fernández Flórez, del que se editaron en aquel año sus crónicas parlamentarias, una de las cuales empezaba de esta guisa: «Estábamos en el Parlamento pero parecía que no». Para que luego se diga que el clamor alborotado y maleducado de nuestras Cortes actuales no tiene precedente en España. Y es que sí, aquí en España, cada vez que se produce un suceso importante buscamos precedentes, aunque a veces aparece uno del que no se hallan antepasados. Fue, por ejemplo, la reaparición en el Liceo de Barcelona de Josep, nacido José, Carreras. Había sufrido el tenor una perniciosa leucemia y gracias a que pudo pagarse un par de trasplantes sobrevivió; los clásicos del Liceu le recibieron con una ovación de cinco minutos y tres veces más volvieron a producir un reconocimiento como el de entrada. El concierto de Carreras, después convertido en un furioso separatista catalán, terminó sin embargo con algo tan español como La tabernera del puerto del maestro Sorozábal. En Barcelona durante un tiempo, y aparte de Pujol, no se habló de otra cosa, como no fuera del estreno de Cruyff como entrenador del Barça que realmente inauguró una época diferente, una de las más brillantes el fútbol mundial.
Por estos lares españoles se paseó durante una semana la Reina Isabel II de Inglaterra, la prima de nuestro Rey Don Juan Carlos con el que se llevaba familiarmente bien y al que ofreció un consejo mal atendido por nuestro Monarca: «Un Rey -le transmitió con toda solemnidad- no dimite nunca». Obviamente el nuestro no le hizo caso y así le va. La Moncloa felipista se desvivió porque la soberana británica se encontrara como en casa porque, además, su estancia disimulaba los conflictos internos que ya por entonces nublaban la gobernación del todopoderoso felipismo. Y es que un magistrado, Baltasar Garzón, al que pronto se empeñó el país entero en clasificar con el prefijo de «súper», se dedicó a tocar los costados a Felipe González con la molesta historia de los GAL, una banda que causó nada menos que 27 muertos, muchos menos, claro está, que los 855 de los asesinos de ETA. Lo bueno de aquella temporada lo protagonizó Perico Delgado, al que los franceses quisieron sisarle el triunfo en el Tour adjudicándole un falso dopaje que nos tuvo a los españoles en vilo. Tanto como lo estuvo otro individuo peculiar en nuestro mobiliario urbano: el alcalde de Jerez Pedro Pacheco, condenado por una pequeñez que enarboló su enojo con estas palabras realmente proféticas: «La Justicia en España es un cachondeo». Los jueces se vengaron más tarde y le tuvieron a la sombra cuatro años. Eso por meterse en honduras.