Milagro, misterio y solemnidad

Fernando Fernández Román
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Milagro, misterio y solemnidad

Madrid, 9 de mayo. Primera de abono.

Toros: Victoriano del Río y Toros de Cortés. Toreros: Corrida de tres cinqueños y tres cuatreños, de abundante arboladura y romana para regalar. En general se fueron desfondando en el último tercio, excepto el cuarto, un toro bravo y nobilísimo) Alejandro Talavante (estocada caída, silencio y estocada impecable, dos orejas), Juan Ortega (pinchazo y gran estocada, aviso y silencio) y Clemente (bajonazo atravesado y estocada desprendida, ovación y media estocada, silencio). Subalternos: Álvaro Montes y Jorge Fuentes destacaron en banderillas. Entrada: Lleno. Incidencias: Cielo de nubes y claros, con amenaza de llovizna que solo quedó en eso.

No nos engañemos: por mucho "bombo" que le queramos dar al inicio del ciclo taurino más importante y más esperado del año, por mucho que el disparatado hervor político o futbolero de aquí nos asfixie, los medios de comunicación escritos, hablados y visuales, tienen un nombre único y universal en la punta de la pluma, en el pico de la lengua o en la yema de los dedos: Robert Prebost, alias –con perdón—León XIV. El nuevo Papa; para los miles de millones de cristianos del mundo, el vicario de Cristo en la Tierra. No hay, pues, comparanza posible con el resto de los acontecimientos que nos depara la danza de la vida. Es la noticia del día y, quizá, del año.

No obstante, para los que hablamos o escribimos de toros, lo de ayer a las seis y pico de la tarde tiene un antecedente taurino de primera mano, la que guió el ingenio de un crítico taurino de principios del siglo XX: José de la Loma, que firmaba "don Modesto" en las páginas de El Liberal, a quien se le ocurrió el estrambote de cambiar el traje de luces por la sotana episcopal y nombrar Papas a toreros, más o menos como ahora en España se dictan leyes: por real decreto.

Primero Bombita, después, Bienvenida y "aluego" Joselito el Gallo: Papa Blanco, Papa Negro Papa Rey, respectivamente; todos ellos artífices de tardes de toros memorables en Madrid; dicho lo cual y considerando que lo antedicho no pasa de alcanzar la categoría de anécdota, entramos en el tema que nos compete: tratar de contar lo ocurrido ayer en la Plaza de Las Ventas.

Para empezar, el llenazo en los tendidos descubiertos y cubiertos, muestra el enorme "tirón" que tiene esta feria de San Isidro de Madrid y el contraste que encuentran los que vienen de la Maestranza de Sevilla con este público de las Ventas de Madrid. Un shock emocional, sin duda. Un viaje del Vaticano al Pentágono que, en el caso que nos ocupa solo pueden llevarse a cabo bajo intervención divina o sobrenatural. Y así fue, porque ayer en Las Ventas apareció una trilogía inesperada: el Milagro, el Misterio y la Solemnidad.  

El Milagro llegó en el primer toro de la corrida, de nombre Forajido, con el que confirmó alternativa un francés llamado Clement Dubec que se anuncia Clemente en los carteles. Se produjo en pleno fragor de la faena de muleta, cuando el de Victoriano prendió al torero por la pierna, vapuleándolo de forma inmisericorde, tirando cornadas a discreción por la geografía corporal del muchacho, que llegó a girar boca abajo como las aspas de un molino enloquecido. Por un momento, la Plaza enmudeció, se temió lo peor y, sin embargo, el chico se deshizo del palizón y vivió a la cara del toro sin inmutarse, increíblemente ileso. La verdad es que llamarse Clemente, nombre de Papa, tiene que ayudar lo suyo. No tuvo tanta suerte en el último de la corrida, un toro de cuerna aparatosa, corto de cuello y remolón.

El Misterio lo llevaba el cuarto toro en su carnet de identidad, porque así le bautizaron en la dehesa. Fue el "toro de la corrida" y de muchas corridas. Bravo, nobilísimo, de tranco limpio y embestida humillada. Posibilitó en grado sumo una faena antológica de Alejandro Talavante, larga y hermosa, sincronizados ambos, toro y torero en su impecable confección. El Tala, le ofrecía la muleta, planchada y limpia, como un señuelo goloso para el bravo animal.

De la conjunción de estas dos fuerzas de la naturaleza, la bravura del bruto y la elegante inteligencia del culto para dominarla, nace ese Arte de Birlibiroque que inspiró a José Bergamín la definición más certera que conozco del arte del toreo: es la evidencia viva de un milagro. Así se llamaba el toro que ayer posibilitó una de las mejores actuaciones en Madrid de este Alejandro Magno del toreo que es Talavante.

Después llegaría la culminación de una tarde negra para Juan Ortega, que dejó fucilazos de su indudable calidad artística frente a dos toros que se vinieron abajo escandalosamente, pero también se eternizó pinchando al quinto, terminando por coger el verduguillo sin que calara la espada.

Dicho lo cual, no me queda más remedio que reafirmarme en el triunfo gordo de Talavante, artífice de que apareciera en el ruedo la tercera cualidad que marcó definitivamente esta tarde de toros: la Solemnidad. Una solemnidad que se adueñó del ruedo durante los diez minutos largos que duró esta faena, rematada con un volapié limpio y lento, en todo lo alto. Todavía hubo quien protestó la concesión del segundo trofeo que abría la Puerta Grande, por la que salió en hombros el torero; lo cual demuestra que en este lugar siguen instalándose individuos que creen ser más papistas que el Papa.