La tribu del diario Pueblo

Javier Villahizán (SPC)
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El mítico periódico de los sindicatos verticales del régimen franquista fue cantera y guarida de un grupo de intrépidos reporteros que era capaz de todo con tal de firmar en primera página, desde colarse en un hospital a disfrazarse de monja o viajar

La tribu del diario Pueblo

Parece increíble, pero hubo un tiempo en pleno franquismo en el que un periódico llamado Pueblo y perteneciente a los sindicatos verticales del régimen hacía y deshacía a su antojo y se metía con todo -o con casi todo- el mundo.

O como gráficamente lo describe el periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte, que también empezó en aquel sabio tugurio de Huertas 73: «Érase una vez un periódico que no se parecía a ningún otro. Se llamaba Pueblo, era el más leído de España y tuve el privilegio de trabajar en él.Ya no quedan lugares como aquel, ni periodistas como lo habitaban. Y de los que una vez lo hicimos, andan enterrando a los últimos. De vez en cuando llegan cartas de jovencitos, de esos que duermen mal y sueñan despiertos, preguntando cómo se hace. Pero ya no se hace».

Así de rotundo e irónico se muestra uno de los hijos de Pueblo sobre una de las publicaciones más emblemáticas y apreciadas del país y sobre un oficio que según el que fuera reportero de guerra ya no existe, pero añora.

Ahora, 40 años después de su desaparición en 1984, el también periodista y escritor Jesús Fernández Úbeda se lanza a narrar lo que pasó en aquella redacción en Nido de piratas, una historia de periodismo sobre periodistas que se juegan la vida por firmar en portada y que son capaces de vender hasta a su madre por una exclusiva.

La historia del vespertino Pueblo comienza en 1964, cuando el periódico de los sindicatos verticales se traslada al número 73 de la madrileña calle Huertas. Bajo la batuta de Emilio Romero, un profesional inquebrantable, el rotativo se encuentra en la cima del éxito con cerca de 300.000 ejemplares diarios.

El autor narra el tipo de fauna que habita la redacción y que repiquetea en las viejas Olivettis entre whiskies, partidas de póker y una densa nube de humo de tabaco negro. Eran hermanos de sangre, pero enemigos acérrimos de profesión. Eran capaces de acuchillarse por conseguir una información y mucho más por publicarla en páginas centrales.

Así lo cuentan muchos que pasaron por allí, desde Pérez-Reverte a Rosa Villacastín, Carmen Rigalt, Raúl del Pozo, Julia Navarro -y su padre, Felipe Navarro, Yale- o Andrés Aberasturi. Pero también otros, como abogados, curas, fotógrafos o peluqueros, todos aquellos que fueron testigos de esa manera salvaje, pero también apasionante de hacer periodismo, buen periodismo.

Aquellas páginas de Pueblo vibraban de rabiosa actualidad. En ellas, José María García entrevistaba un día a Bernabéu y otro a Raphael, Raúl del Pozo escribía desde Argentina en marzo de 1971 sobre la revolución y al mes siguiente recorría Castilla-La Mancha para escribir un reportaje. Incluso Rosa Villacastín se paseaba por Marbella tras los pasos de Audrey Hepburn o un jovencísimo Arturo Pérez-Reverte pasaba de cortar teletipos a iniciar su carrera como corresponsal.

El salvaje oeste

Pero si había una sección soñada por todos esa era Sucesos, el territorio más salvaje y atrevido de la redacción. Allí, los periodistas se jactaban de poseer ciertos métodos heterodoxos, de contar con una ética laxa y de poseer cierta lógica práctica. 

Uno de aquellos ilustres fue Julio Camarero, que antes de llegar a ser corresponsal y jefe de redacción pasó por Sucesos. En ese departamento hizo de todo por una exclusiva, desde hacerse pasar por policía para robar las fotos del difunto a cortarle el paso al resto de periodistas que iban a cubrir la noticia.

Pero Sucesos no era el único departamento que iba a contrapelo en aquel mundo de aspirantes  a escritores con una redacción que trabajaba toda la noche a toda velocidad. «Hacíamos una vida nocturna muy golfa, porque el periódico se prestaba», explica Pérez-Reverte. Cierres maratonianos, jornadas de trabajo que podían durar hasta las cuatro de la mañana y que acababan siempre en la peregrinación por bares, tablaos y otros sitios donde la juerga seguía. Bebían y escribían como si ni hubiese mañana. Aquel periodismo desaforado y libertino daba exclusivas y también reventaba los quioscos.

Pueblo se confeccionaba por la noche. Había dos redacciones, una que trabajaba a altísimas horas y otra que lo hacía por la mañana. También había dos turnos para los subdirectores: uno, de ocho de la mañana a ocho de la tarde; el otro, de ocho de la tarde a ocho de la mañana. El periódico se hacía con 24, 36 o 48 páginas en pliegos grandes.

Úbeda es consciente de la diferencia de época, que las redacciones de ahora no son, ni por asomo, la sombra de Pueblo. Entonces internet se limitaba a Estados Unidos y existían los tipógrafos. Un momento que ya no existe y que solo está en las hemerotecas y en el recuerdo de los últimos monstruos del periodismo de entonces. 

Con la llegada de la Transición el diario siguió en manos del Estado, al igual que Arriba, que desapareció en 1979. Durante los siguientes años, Pueblo atravesó por evidentes dificultades económicas frente a una competencia que crecía con fuerza tanto en tirada como en lectores. Al final y tras aducir fuertes pérdidas, el entonces ministro de Cultura del Gobierno socialista de Felipe González, Javier Solana, decidió su cierre definitivo en 1984. El último número salió el 17 de mayo de 1984.