Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Página otoñal

17/09/2023

Escribo estas líneas acuciado por el eco de la Feria lejana, declinante, como Chateaubriand escuchaba, a más de treinta kilómetros de distancia, el cañón de Waterloo que ponía fin a una época dorada, una época de ilusiones perdidas. Y, como él, en mi caso, de cuando en cuando, el suave discurrir de mi pluma se ve puntuado por el violento estampido de un trueno que anuncia la inminente llegada del otoño: otro, en apariencia igual, pero distinto.
¡Dios mío, cómo avanza el tiempo devorador! Los miles de rostros engullidos por la tierra. Otoño, época de hermosos romanticismos, de ensueños, de proyectos, en su mayoría vanos, de espejismos, y, especialmente, de nostalgias. Para los albaceteños, estos días tienen un sabor amargo, como de almendra amarga; un regusto de hoja caída, de momento vivido y de suave tristeza. 
Escribe el añorado Martínez Sarrión, en lo que muchos consideramos la Biblia de nuestra generación: «Con todos aquellos desprecios a la honesta algarabía festiva no había melancolía comparable a aquellos días finales (de la Feria), con la huida de las atracciones a otros caladeros. El cielo entonces iba acentuando su livor, un viento frío soplaba sobre anuncios, paja de envoltorios, trozos de serpentinas y confetis y uno se plantaba en plena alegoría del sic transit. Había y hay humildísimos puestos de loza, sartenes, orzas y pucheros que ocupaban el sitio más secundario y menos iluminado en los círculos del edificio ferial, por aquellos rincones donde el certamen más parecía zoco árabe que cristiano mercado, y ello por el efecto encantatorio de los arcos de medio punto, la luz de quinqués y las expendedurías de dátiles y pinchos a la brasa. Pues bien, aquellos tenderetes de cacharrería, al día siguiente de la clausura pasaban ipso facto al sitio de honor, cuando ya no circulaba un alma: el codiciado inicio que conducía al ferial, en adelante yermo y envuelto en una triste luz muy especial, anunciando el tedioso otoño inminente».
Y es que el otoño era el comienzo de las clases en el Instituto del parque, el único que existía en la provincia, el reinicio de la aventura, tras el paraíso estival, que te llevaría inexorablemente a la edad de hombre, con todo lo que ello supondría (nada extraño el exabrupto de Cela cuando le preguntaban qué quería ser de mayor. «¡Nada!, ¡nada!» No quería ser nada; ni tan siquiera mayor.) Pero una cosa, como muy pronto nos fue dado saber, son los deseos, los anhelos, y otra, bien distinta, la vida, cruel e imperativa, sembrada de minas y desengaños, de decepciones y resignaciones, y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, una fugaz alegría, alimento nutricio para no caer en la desesperación.
La imagen del dolor más absoluto es la que puede verse en la madrugada del día 18 de septiembre en el Ferial de Albacete, antes de que pasen los encargados de la limpieza: inmundicias, residuos de toda índole, escombros, cochambre, mugre, detritus, deyecciones, podredumbre, en resumen, lo que ocultamos, lo que queda tras la algarabía, el ruido y el esplendor; Valdés Leal.
En momentos así, uno se pregunta seriamente si merece la pena el trajín incesante en que a diario vivimos, pendientes, como hacían aquellos niños de antaño con su humildísimo aro, del brillante euro que gira y gira, hasta acabar erigiéndose en nuestra absurda razón de ser. Porque, como dijo Shakespeare: «¿Qué es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o, alzarse contra un cúmulo de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?». Por suerte, todos los días, antes o después, amanece…, que no es poco. Y es que, de cuando en cuando es bueno abrir de par en par las ventanas de nuestro corazón y dejar que se ventile.

ARCHIVADO EN: Albacete, Biblia, Pinchos