María Antonia Velasco

María Antonia Velasco


Botellones

04/10/2021

La costumbre del botellón viene de lejos. Cuando yo estudiaba Medicina solíamos reunirnos delante de la Facultad para celebrar el sábado. La policía, que siempre actuaba contra cualquier reunión numerosa, llegaba con sus furgonetas a disolvernos con porras y chorros de agua. Y luego se llevaban dos o tres chicos a la comisaría. Siempre eran chicos. Los demás persistíamos en los mareos una hora por lo menos. Hasta el día que me tocó a mí, porque los policías estaban muy activos y nos empujaron a correr entre Derecho y Filosofía por un barranco y con sus manguerazos nos arruinaron las trenkas que entonces eran la moda, porque el agua que nos lanzaban estaba teñida de azul. Yo me la cargué en casa pues me dejaron manchas llamativas por toda la trenka, y en consecuencia, mi padre me prohibió el botellón del sábado. Así era la vida entonces. Obedecí y nunca más volví, aunque aquellos botellones —que aún no se llamaban así— eran meras reuniones juveniles y sólo se consumía cerveza y coca-cola. 
Lo de ahora es peor… millares de chicos y chicas han estado de botellón alcohólico (ahora se bebe alcohol de verdad) en los parques madrileños y catalanes y del País Vasco, como sitios más destacados, pero con otros en todas las capitales de España.      Las consecuencias de estas avalanchas me recuerdan las de los ríos de lava en La Palma, como si los desastres naturales estuvieran poniéndose de acuerdo. Los vecinos no pueden descansar y sigue con la ruina de las tiendas asaltadas, la costumbre de las basuras amontonadas al día siguiente y los desastres en jardines y parques. Bien es verdad que si la situación ha degenerado hasta extremos colosales, con numerosos destrozos, heridos por arma blanca, vehículos calcinados y pillaje y saqueos de locales adyacentes es por la acción de los extremistas antisistema que en corto número actúan multiplicándose y contagiando al resto, hasta conseguir la triste imagen de los policías huyendo de los revoltosos.
La mayoría de los que se reúnen son jóvenes con deseos de divertirse, reconocerse y solidarizarse y lo hacen con excesos explicables después de dos años de encierros y restricciones. Y al aire libre porque los locales nocturnos han estado cerrados, tampoco admiten a menores, su ambiente de clausura es contaminante y cuestan una pasta. No voy a condenarles sino a comprenderles aunque lamentando que estas celebraciones contribuyen a adelantar la edad de inicio en el consumo de alcohol y causar las primeras borracheras. 
La alegría convertida en anarquía me apena, quizás porque ya he sentado la cabeza y añoro nuestras reuniones para pasar la noche del sábado y ligar que me parecían de perlas. Era una época oscura pero en la que los límites eran claros y si te pasabas de rosca enseguida te mandaban al calabozo. 
Los jóvenes no ceden y yo comprendo sus ansias y entiendo sus excesos cuando acaban montando el pollo, bajo el alcohol y la droga. Vivimos todos en vilo y en este momento de la historia parece que se han unido Naturaleza y Humanidad para montar ríos de lava y follones nocturnos. La lava destruye islas, el alcohol cerebros. Con la ayuda de las redes sociales, que son la herramienta para reunir miles de jóvenes que buscando la alegría pueden quedar cubiertos de cenizas.