Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Feliz 2022

03/01/2022

Frente a los agoreros, los dados a sembrar miedos, odios y aflicciones, ahora, más que nunca, esperanza, ilusión y fe, en nosotros mismos y en el mundo. Después de cerca de dos años castigados por una pandemia que les ha venido como anillo al dedo a los del palo y la estaca, va siendo hora ya de buscar con ilusión la forma de salir del túnel en que los especialistas en anunciar aquello de 'que viene el lobo' se empeñan en meter a la Humanidad, mientras ellos amasan poder y tesoros a manos llenas, y aún tienen la osadía de decir a cuantos tienen alrededor 'Feliz 2022'.
¿A quién con dos dedos de frente no le asquea la hipocresía de esos predicadores de conformismos que afirman 'Haced lo que yo diga; no lo que yo haga'? ¡Qué lejos los preceptos filosóficos, éticos y morales del viejo Jean-Paul Sartre, que sirvieron de balizas a parte de mi generación –la del 68–, a la hora de buscar nuestros propios valores, de construir nuestro yo y nuestra personalidad sobre unas bases y en un terreno limpio del cúmulo de mentiras, añagazas y mixtificaciones que asfixiaron, y de qué modo, nuestra adolescencia!
Los que tuvimos la suerte de vivir aquella explosión de júbilo, aquella palingenesia plasmada, sobre todo, en libros y en música, por un momento tuvimos la sensación de tocar el cielo –y no me refiero en modo alguno a las drogas o a la actual propaganda podemita–. Lo nuestro iba mucho más de los trillados tópicos y de los sobados eslogans. Era el convencimiento de que cada día era un día nuevo que había que vivir en plenitud, que había que llenar y darle sentido; que la existencia no se concebía sin compromiso y que había que cambiar no sólo el mundo (la vieja aspiración socialista), sino también la vida.
Había que vivir a tope, gozar, pero sin dejar que nos robaran el alma y con ello la ilusión y, si cabe, la salud. Fue un grito unánime de toma de conciencia de que la vida podía ser distinta, sin guardianes, ni perros de presa a nuestro alrededor; sin cárceles ni casas de locos; y que merecía la pena luchar y responsabilizarse por un logro así. De ahí que mensajes como el de Kennedy exhortando a la gente a preguntarse lo que ellos podían dar a la nación, en vez de pedir y exigir, no cayeran en saco roto.
Empezamos a despreciar con toda nuestra alma a esos que van por la vida exigiendo que les den lo que creen que el mundo les debe 'por ser vos quien sois', o por guapos o por chulos. Y, claro está, empezamos a odiar a los que, después de leer a Platón, a Nietzche, a Quevedo, a Unamuno, a Ortega y a Baroja, venían a colonizarnos y  controlarnos con abalorios y juguetitos como aquellos colonos que llegaban a los Mares del Sur y deleitaban con espejitos a los nativos. Lo que no supimos ver es que eran infinitamente más fuertes que nosotros, y estaban más que crecidos después de la caída de la URSS. Contaban, además, con el apoyo de los grandes poderes fácticos, excepto un sector de la Iglesia que, para nuestra desgracia, se encargó de reducir Juan Pablo II.
De la noche a la mañana, los viejos pensadores rebeldes, a lo Rimbaud, nos vimos convertidos en consumidores, deslumbrados por la materia y el nuevo poderío de los constructores de rascacielos pugnando por alcanzar las estrellas. Y, entre los prodigios, idearon armas poderosas como el móvil, invento clave con el que han obnubilado a gran parte de una juventud, incapaz de vivir sin él.
Pero, por aquello de que todo tiene su final (si después no viene algo peor, que lo dudo), creo que no sólo no debemos desesperar, sino antes bien, reiniciar nuestra propia reconquista, nuestra propia independencia (la verdadera, no la que predican los falsos profetas), y, para ello, nada mejor que sacar de las cavernas el espíritu crítico de antaño y empezar a exigir responsabilidades a quienes, con tal de acumular riquezas, ponen en peligro a diario la casa común. Por ahí, acaso, debería empezar la lucha de los que acostumbran ponerse la venda antes que la herida.

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