Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Bilbao

04/10/2021

Gran admirador de los vascos, mi padre, industrial hellinero, siempre los tenía en los labios como prototipos del espíritu emprendedor español: «A diferencia del ingeniero castellano, muy dado a dar órdenes, impartir doctrina pero muy poco amigo de mancharse las manos; al vasco no le duelen prendas a la hora de enfundarse un mono de trabajo y meterse en la zanja, en la mina o en la sala de motores del barco y apretar las tuercas cuando tiene que apretarlas». La generación de mi padre admiraba al vasco, en especial al vizcaíno, y era del Atlétic de Bilbao a muerte, el Atlétic de Zarra, Panizo y Gainza.
¡Qué tiempos aquellos! Esos mismos en que, de Santurce a Bilbao, iban las sardineras, por toda la orilla, con la salla remangada, luciendo la pantorrilla y gritando a voz en grito por las calles, con su habitual desparpajo, el popular estribillo: ‘Sardina frescué…’, tal y como figura ya en una vieja versión de 1908, aparecida en una publicación liberal vizcaína La guerra carlista, publicada el 2 de mayo de ese año bajo título ‘Antigualla’.
La de agua que de entonces ahora habrá pasado por el Nervión. Hoy día ni sardineras, ni sallas remangadas, ni pantorrillas, ni tan siquiera Santurce (se conoce como Santurtzi), ni prácticamente orilla; sí, en cambio, un modernísimo metro, que une Santurtzi con Bilbao a través de Portugalete, Baracaldo, Sestao, y completando luego el lado opuesto de la ría por Erandio, Leioa, Getxo, Sopelana y concluyendo en Pletzia; conformando una vasta aglomeración urbanística con centro en Bilbao; una conurbación industrial de rango europeo donde por todas partes se habla castellano, por más que en los anuncios públicos se le anteponga el euskera.
He vuelto a Bilbao casi treinta años después de la solemne promesa que me hice de no volver a poner los pies en una tierra donde una banda de desalmados asesinos campara a sus anchas y jodiera aquellas ciudades maravillosas que eran Bilbao y San Sebastián. Esta última tuve que visitarla un par de veces por motivos profesionales; Bilbao, por el contrario, pese al Guggenheim, quedó fuera de mis circuitos habituales, hasta esta pasada semana.
El impacto ha sido colosal: de la vieja ciudad, sucia y malolienta, asentada en el terruño, no queda más que el Casco viejo (las famosas siete calles que siguen confluyendo en la plaza de Don Miguel de Unamuno, bajo cuya efigie la gente se da cita), el Mercado de la Ribera, la plaza Nueva, la catedral de Santiago, la biblioteca de Bidebarrieta, las calzadas de Mallona (que salvan la pendiente entre el Casco Viejo y la Basílica de Begoña), la Estación de Abando, el Ayuntamiento, el palacio de la Diputación Foral y, en especial, el teatro Arriaga, inspirado en la Ópera de París… Ahora bien, en torno a esos viejos lugares, ha surgido, como por ensalmo, una nueva ciudad, una ciudad renacida, moderna, maravillosamente diseñada, con rascacielos perfectamente integrados, puentes y edificios supermodernos, cuidados, limpios; el paseo elegante paseo del Arenal que culmina en el conjunto modernísimo del Guggenheim, que es la joya de la Corona, y que da a la ciudad un aire cosmopolita que jamás tuvo.
Entiende uno por qué Vizcaya es el sanctasanctórum del centenario PNV carlista, conservador, que ha hecho del chantaje una forma de hacer política foral. Un PNV que pacientemente fue recogiendo los frutos mientras los etarras sacudían el árbol. Bilbao y las urbes que la rodean huelen ahora a euros contantes y sonantes; todo allí es lujo, calma y voluptuosidad (que dijo Baudelaire); no falta detalle ni color. Persiste, no obstante, un silencio harto sospechoso, en especial al atardecer, como una cicatriz mal curada, como un rastro de miedo, de culpabilidad o de mala conciencia, la mala conciencia de la insolidaridad en una España de ricos y pobres, donde unos viven a cuerpo de rey, en tanto que otros se visten con andrajos, en un décalage infernal.