'Santa Teresa en Pastrana', de Alfonso Jara

Plácido Ballesteros
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Un artículo que ha pasado desapercibido en la historiografía provincia

‘Santa Teresa en Pastrana’, de Alfonso Jara

Una colegiata, un palacio y un convento hacen nombrada y famosa a la villa de Pastrana, más que por el escaso mérito arquitectónico de ellos, por los abundantes recuerdos históricos que evocan. 

La esplendidez del obispo de Sigüenza, D. Fr. Pedro González de Mendoza, … renovó casi totalmente en siglo XVII, con arreglo al adulterado estilo greco-romano del tiempo de los Felipes, la colegiata, erigida en el XIII en orden gótico, utilizándola para enterramiento suyo y de varios individuos de su ilustre Casa, entre ellos, sus padres, los famosísimos Príncipes de Éboli y de Mélito, Duques de Pastrana, el Espejo de validos D. Ruy Gómez de Silva, y Dª Ana Mendoza de la Cerda, su traviesa y desgraciada consorte. 

El palacio se levanta majestuoso e imponente, cerrando uno de los lados de la plaza Mayor, espacioso cuadrilátero, cuyo centro ocupa lindo jardín. (…) 

Si el observador superficial y el individuo poco versado en nuestra historia nada de notable encuentran en el convento carmelita de Pastrana, de proporciones exiguas, pobres muros y modesta fachada, sin orden ni estilo determinado y desnudo de toda gala, el que sabe sentir la poesía de las cosas y conoce los sucesos que en aquel mezquino recinto acaecieron, encuentra un especial encanto en la contemplación de tanta pobreza, prueba elocuente de la inmensa fuerza que da a los seres superiores que de todo lo terrenal, deleznable y caduco se desprenden, y en lo divino, eterno é imperecedero ponen la mira, este desasimiento y elevación, merced a los cuales arrostran y vencen las iras de los prepotentes y soberbios.

Mas no lo consiguen sin sufrir sinsabores, desabrimientos y amarguras. Referir los que para la fundación de este convento hubo de pasar Santa Teresa de Jesús, y los que cinco años más tarde la obligaron a arrancar de él a sus hijas, e indicar los que le produjo esta enérgica determinación, constituye el objeto del presente artículo, para componer el cual hemos leído cuanto a ello relativo con estilo sencillo, gracioso y elegante escribe la misma Santa en los libros de su Vida y de sus Fundaciones, y buscado en los de sus comentaristas la explicación de algo que de propósito queda obscuro y como en penumbra en las Obras de Teresa de Jesús, corazón harto recio para que en él hicieran mella las mezquindades de los hombres y sobrado generoso para no perdonarlas.  (…)

Gozosa por haber dado cima y remate a la piadosa empresa de la fundación del convento de San José, de Toledo, quinto de los que estableciera, se nos presenta la sublime Doctora en el referido capítulo XVII de su Libro de las Fundaciones disponiéndose a pasar la Pascua de Pentecostés de aquel año de 1569 en compañía de sus hijas en el recién creado monasterio, cuando he aquí que viene a turbar su dicha y a desbaratar su propósito la desagradable visita de un criado o emisario de los Príncipes de Éboli, encargado por éstos de rogarla que pasara a la villa de Pastrana, cabeza de sus estados, para estatuir en ella un cenobio de la Orden reformada. 

Difícil era resistir a una invitación a la que daba apariencias de mandato el venir de persona de tan gran autoridad y prestigio como Ruy Gómez de Silva, …

Abandonó, pues, en compañía de dos de sus hermanas, a Toledo, y a su paso por Madrid tuvo ocasión de trabar amistad, en el convento de las Descalzas Reales, donde posó, con dos virtuosos ermitaños, italiano el uno y español el otro, nombrados Mariano de San Benito y Juan de la Miseria, (…). La persuasiva elocuencia de Teresa de Jesús halló manera de convencerles de cómo en la estrechez de su regla cabía el vivir pobremente, del trabajo manual y sin el auxilio de limosnas y donativos, y así determinaron desistir del proyectado viaje a la capital del mundo católico, y se enderezaron a Pastrana, donde el Príncipe les cedió una ermita, que sirvió de núcleo, luego de vencida, por intercesión del obispo de Ávila D. Álvaro de Mendoza, la resistencia del provincial fray Alonso González, a un monasterio de monjes, segundo y último de los que, por autorización del Padre General de la Orden carmelitana, podía fundar la inmortal reformadora. 

Ruy Gómez y su consorte la hicieron muy afectuoso recibimiento, hospedándola y regalándola con regia magnificencia en su palacio, donde aún se enseña la cámara que habitó durante los tres meses que permaneció en Pastrana, siempre muy bien atendida por el Príncipe, frecuentemente disgustada con la Princesa, cuyo carácter tornadizo y vehemente le hacía alabar en exagerados términos a su huéspeda cuando en algo le daba gusto y agrado, y menospreciarla y zaherirla con no menos  violencia cuando se oponía a sus deseos, contrarios a los estatutos de la Orden la mayor parte de las veces. 

Varias estuvo la Santa tentada de retirarse, dejando sin concluir la piadosa empresa que a Pastrana la llevara; pero siempre la retuvo la cordura de Ruy Gómez, que con exquisita afabilidad le rogaba no desistiera de su propósito, y con severa autoridad se imponía á Dª Ana, obligándola a allanarse y a ceder en sus pretensiones …

Vencidas las dificultades y sufridas las amarguras, dióse la Santa por recompensada de todas ellas el día que contó con una casa más para su obra e instaló en ella a sus hijas bajo la dirección de la madre Isabel de Santo Domingo. Tomó entonces licencia de los Príncipes para abandonar su palacio, y emprendió de nuevo su camino de trabajos.

La nueva comunidad “estuvo con mucha gracia de los Señores” muy atendida y cuidada por ellos hasta el año de 1573, en que falleció el de Silva. Ocurrió entonces algo que parecía que había de redundar en prosperidad y grandeza de la casa carmelita de Pastrana, pero que, sin embargo, sólo sirvió para su destrucción y ruina. Doña Ana hizo muy grandes extremos por la muerte de su marido; disgustóse del mundo, y huyó de él, tratando de buscar en el retiro y soledad del claustro consuelo a su infortunio. Pensó para ello en el monasterio a cuya erección con su largueza contribuyera, y solicitó de su superiora el oportuno permiso. Obtenido éste, renunció a sus pompas y riquezas, abandonó a su madre la tutela y cuidado de sus hijos, que eran muchos y muy mozos, y entró de monja con el nombre de sor Ana de la Madre de Dios.

Al admitirla la madre Santo Domingo pensó para sí, y aun para sus familiares: “¡La Princesa monja, se acabó el convento!” Y así fue. «El primer día —dice el Sr. Lafuente— tuvo un fervor violento, al segundo mitigó la regla, al tercero la relajó, y principió a tratar con seglares dentro de la clausura.» Los más empingorotados mozalbetes de la corte acudían en tropel a consolar a aquella viuda joven, linda y opulenta. Ella, que tenía menos de Dios que del mundo, los recibía en su celda, con grave escarnio de las reglas de la Orden, y las visitas se prolongaban hasta entrada la noche.

Advertida por la Superiora acerca de la inconveniencia de su conducta, contestóle irreverentemente, diciéndole que se hallaba en su casa propia y que en ella podía obrar y mandar como le viniese en gana. Los disgustos fueron creciendo de día en día por la contumacia de la Princesa. “No habiendo demudado con las telas la naturaleza de la voluntad imperiosa, ni la grandeza del Estado, ni la costumbre de mandar, ni el gusto de ser servida», escribe el P. Francisco de Santa María en su “Historia de la Reforma de los Descalzos de nuestra Señora del Carmen”, obligaba a las pobres monjas a hablarle de rodillas, y porfiaba porque habían de ser admitidas las que ella proponía, en su mayor parte doncellas de su casa que, a pesar de su título, no reunían las condiciones necesarias para ser admitidas en tan estrecha regla.

Sobre estos puntos mediaron grandes altercados y controversias entre la imperiosa Princesa y la Santa, que no tenía nada de sufrida cuando de cosa de tanta monta y trascendencia para su orden se trataba. Argüía invariablemente Dª Ana que el convento era suyo y solamente suyo, y que era su voluntad no compartir con nadie la jurisdicción que de derecho le pertenecía, hasta que, agotada la paciencia de su excelsa contrincante, contestóle que era muy cierto que era dueña de la casa de Pastrana, por su generosidad instituida, pero que este dominio no se extendía y dilataba hasta las monjas, de las cuales sólo ella podía disponer, y que así disponía que, sin más dilación y demora, abandonaran el monasterio, como, en efecto, lo hicieron, pasando a Segovia. (…) ALFONSO JARA.