María Antonia Velasco

María Antonia Velasco


El Brillante

13/09/2021

Cuando yo empecé la carrera de Medicina mis padres nos llevaron a mi hermana Marta y a mí al Colegio Mayor Santa Teresa de la calle Fortuny. Ella para estudiar Abogacía y yo Medicina, ambas carreras muy centradas en lo que estudiaron nuestros mayores, que en los inicios fueron médicos y en ese momento todos eran abogados.
Por la posición de nuestro Colegio Mayor recalábamos en el bar El Brillante de Eloy Gonzalo que fue el primero que el leonés Alfredo Rodríguez Villa abrió en Madrid y famoso por sus bocadillos de calamares. Cuando pasé a la Facultad de Medicina cercana a Atocha me incorporé a la caterva de estudiantes que solíamos entrar a media mañana en la nueva sucursal de la plaza de Atocha que llegó a ser el establecimiento principal de la cadena por estar situado en un lugar de privilegio, donde arribaba la marea de inmigrantes rurales que, como el mismo Alfredo, quería conquistar Madrid.
Pero si hablo de todo esto es por la triste circunstancia de que el hijo del fundador y actual propietario, Alfredo Rodríguez, acaba de morir por mano propia. Los periódicos nos cuentan que se suicidó de un tiro, por sus deudas y otros problemas económicos acrecentados por la pandemia que tan duramente ha tratado al sector hostelero. Qué pena que quien era una muestra de voluntad de triunfo sucumbiera ante la adversidad.
La Academia Madrileña de Gastronomía ha lamentado profundamente su pérdida y en los noticiarios se recuerdan sus palabras de gran trabajador de que «la suerte no existe» y la importancia de motivar a sus empleados. «Prefiero trabajadores de 45 años para arriba porque ya les ha pasado todo en la vida, pero hay que darles un aliciente».
Sus empleados están desolados y cuentan que era un hombre afectuoso y que no dejaba de trabajar hasta la hora del cierre, asegurándose de que todo quedase limpio y ordenado para el día siguiente. Nunca se iba antes de ellos y era el local que abría a las 6 de la mañana para ser refugio de trasnochadores en retirada y viajeros de los expresos que entraban a desayunar. Porque si buenos eran los calamares sus churros y porras eran estupendos.
El Brillante, fundado en los años 50, es una reliquia de sensaciones: un ambiente de trajín y ruido ante una gran plaza populosa y frente a la famosa estación de tren. Los empleados cuando hacían sus peticiones a la cocina parecían un grupo de tenores en una ópera. Y también te animaban en cuanto te veían aparecer por la puerta con la voz «¡Señores, al fondo hay sitio!».  
Alfredo supo elevar de categoría a la gastronomía popular, dar un prestigio a lo castizo y mantener vivo el recuerdo para muchos de nosotros de una vivencia de juventud de aquella época oscura en la que fuimos felices.
El Brillante era bueno y barato y acogía a todo el personal ambulante donde no faltaban los taxistas. Ahora ya no es barato y se dice que el calamar tampoco es el de antes. Puede ser, pero el que entra vive un trozo de historia en un lugar de prestigio, que ya es un mito madrileño. El que busque sólo aliviar el estómago en barato puede ir directamente a cualquier Burger de los alrededores