Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Sin odio

04/11/2022

Son las tres de la madrugada y no puedo dormir. No es la edad ni la mala conciencia, creo. Por si acaso, pregunto. Cuando te desvelas a deshora y lo cuentas siempre encuentras expertos del ramo. Todólogos, que les llaman ahora. Alguno achaca el insomnio a que uno va cumpliendo años y, si coincide con el cambio horario, pues esa es otra justificación. A mí lo de retrasar el reloj no me afecta para nada. Es más: me importa un mojón. Ni defensor ni furibundo odiador del horario de invierno. Cuando hay que cambiarlo en primavera y te toca trabajar el domingo muy temprano, altera bastante más. En este caso, no es el motivo de mi desvelo. A las tres de la madrugada, los dos días anteriores andaba ya con una actividad máxima y, hasta que recuperas cierto hábito de normalidad, te despiertas en momentos poco oportunos.
Si duermes acompañado, por tu bien, no conviene encender siquiera la tenue luz de la mesilla de noche. Si lo haces, no esperes felicitaciones ni tampoco alabanzas. A ciertas horas, para aprovechar el tiempo de desvelo mientras permaneces tendido sobre la cama, solo te queda el móvil y con el brillo de la pantalla al mínimo. Y en una de esas me pongo a mirar Twitter, por si me lleva a algún enlace de texto soporífero con el que acabe rendido. No es el caso. Me levanto como un resorte y en cuatro pasos largos me pongo junto a la cama donde duermen plácidamente un par de criaturas ajenas a todo. Beso a las dos sin parar, abrazan fuerte a su muñeco favorito y, sin apenas abrir los ojos, dan media vuelta y siguen durmiendo.
Vuelvo a la cama y comienzo a pensar en Olivia. Seis años, rubia, con coletas rebeldes y con esa sonrisa inocente que es capaz de olvidarlo todo. Esa noche, la pequeña ya no podía abrazar a su peluche preferido; a la mañana siguiente, no acudirá a su clase de primaria donde sus amigas ya no le volverán a ver. Su padre, tras años de litigios y de luchar contra una treintena de denuncias que quedaron en nada porque eran falsas, habrá perdido su gran esperanza, que era vivir para siempre junto a su hija con una custodia que le acababa de conceder un juez. ¡Qué claro lo tuvo que ver la Justicia para inclinarse a favor de él!
La madre asesinó a Olivia sin compasión alguna, aunque las feministas de pastel y los que asumen sus tesis de forma torticera hablen de 'suicidio ampliado' o 'por compasión'. La justicia feminista a la que tanto recurren cuando el asesino es un hombre se diluye buscando rodeos y eufemismos porque la que ha matado a Olivia es una mujer. Irene Montero y su banda no pueden ser más incongruentes. Les han quitado la careta y el disfraz. El ministerio de Igualdad es una mentira en sí que nos cuesta a todos mucho dinero. Tendrían credibilidad si hubieran empleado la misma contundencia que utilizaron en casos similares. Igual da el sexo del asesino. O asesina, siguiendo su tantas veces interesado lenguaje inclusivo. Pero hay que ser muy cínico para llamar a un parricidio lo de suicidio ampliado. En este asesinato nos piden que recalcemos lo de la presunción de inocencia, aunque el mensaje que dejó esté claro: antes verla muerta que con el padre y por eso la atiborró a pastillas.  
Relatar lo evidente es perder el tiempo. Piensen en Olivia, en el padre y en toda la familia que ha destrozado la (presunta) asesina. «El odio no lleva a ningún lado», dice el padre, roto del dolor. No cabe ni una palabra más que decir.