Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Respeto

05/12/2022

Es evidente que la sociedad española actual presenta carencias de bulto. La primera y principal, la falta de respeto al prójimo; la segunda, el analfabetismo funcional de grandes estratos de la población que, si bien saben distinguir las letras, no ejercen, haciendo bueno el viejo dicho de que los peores no son los que no saben, y lo reconocen, sino aquellos a quienes les suenan las cosas. Estas dos terribles carencias, a las que evidentemente podríamos añadir otras, condicionan a diario la vida actual en todos sus órdenes y facetas, incluida la vida política y el parlamentarismo.
La semana vivida, y lo que te rondaré, morena, ha sido antológica, por más que estemos acostumbrados al exabrupto continuo, a la descalificación, al insulto, al agravio y hasta a la injuria. Hace tiempo que decimos que la Sede Parlamentaria española (y otras) se parece más a una trifulca de verduleras (con perdón de tan digno gremio) que a lo que debería ser: un debate de ideas serio, coherente, formal y altamente respetuoso entre damas y señores que ostentan el sobrenombre de 'señorías'.
Gentes que deberían predicar con el ejemplo, arremeten desde su escaño o desde la tribuna de oradores, cuchillo en ristre, contra quien no piensa como él, con una mirada vesánica, con los ojos bailándoles en medio de sus órbitas, y con un lenguaje zafio y cerril in crescendo, que no augura nada bueno. Como son incapaces de servirse de esa temible arma que es la ironía (sí, sí, ésa que tan bien sabía utilizar don Alfonso Guerra), recurren al trazo grueso y grosero, a voz en grito, haciendo que quienes presencian sus actuaciones públicas sientan náuseas.
De entre todos ellos, la palma se la lleva doña Irene Montero, ministra de Igualdad por la gracia de Dios. Cada vez que esta dama, soberbia y  con evidentes rasgos de fanatismo, discursea, arremetiendo contra todo y contra todos, con su mímica y su vocabulario más propio de las algaradas académicas que otra cosa, no sólo sube el pan, sino que su jefe, incapaz de ponerla en su sitio, pierde votos. Acusar de semejante guisa, como hizo, el pasado miércoles, al PP de «fomentar la cultura de la violación» (terrible contrasentido impropio de un universitario), provocando un auténtico incendio en el Hemiciclo, muestra hasta qué punto esa ministra está fuera de órbita. Y el problema, como digo, es que se lo consienten, eso y todo, incluidas las leyes cuestionadas que ella y su cogollito se disponen a imponer en la sociedad española.
Que personas como esta ministra, con serias aspiraciones políticas (cuando carece del 99% de las cualidades imprescindibles para serlo), haya llegado al lugar que ocupa, es una desgracia para España. Una persona incapaz de contenerse y aún menos de controlarse, de hablar con sosiego, en vez de emular a los grandes inquisidores, con una soberbia a prueba de mortero y de un odio que pocas veces está en condiciones de disimular, es para preocuparse, y, si no, veremos lo que doña Carmen Calvo referirá al respecto cuando escriba sus memorias.
Como sufrido ciudadano español jubilado, lo menos que puedo decir es que lamento profundamente la coba que, entre unos y otros, le estamos dando a la encargada de velar por la igualdad entre mujeres y hombres, recurriendo casi exclusivamente a medidas represoras, cuando estamos ante un problema esencialmente educacional. Todo eso, sin tener en cuenta la millonada que está costando al erario español mantener este ministerio encargado de frenar la violencia 'machista', en vez de inculcar el respeto y la educación desde la escuela, cosa, al parecer, secundaria. Con todo, no podemos menos de congratularnos de ver las innumerables portadas que muestran a una ministra de Igualdad encantada de haberse conocido, porque, como decía aquel senador romano, lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.