Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Impuestos

27/02/2023

Pagar impuestos nunca estuvo de moda; me atrevería, incluso, a afirmar que siempre se consideró una maldición, especialmente en España, donde el viejo Unamuno, en uno de sus raptos, imagino, de mala uva, se atrevió un día a decir: '¡Que inventen ellos!', exabrupto del que confío en que antes o después se arrepintiera, o incluso que matizara. De manera parecida, más o menos conscientemente, y desde tiempos inmemoriales, aplicado a los impuestos, quien más quien menos acostumbró a decir: '¡Que paguen los otros!'. Hubo por lo demás, durante décadas en nuestro país una tradición muy española –en la línea del castizo que, más chulo que un ocho, afirmaba: «¡Qué le vamos a hacer, señora, España y yo somos así!»–, según la cual el que, por una u otra razón, se las ingeniaba ya no sólo para no pagar impuestos, sino incluso para que Hacienda le devolviera sus miles de duros, era jaleado por el vulgo. Algunos de aquellos halcones, gavilanes o aguiluchos, llegaron a adquirir renombre, como los grandes toreros, ganándose, de paso, la admiración de los papanatas y pícaros, que somos legión por genes..
Naturalmente, esos 'jetas', todo dignos, incluso se atrevían a quejarse públicamente de lo mal que estaban las carreteras y hasta el propio país. Y es que, contrariamente a lo que ocurre en nuestra época, donde es frecuente oír: «Es que yo no puedo tolerar que con mis impuestos viva como un maharajá el Rey y su abundante progenie…», sin introducir, claro está, una mínima matización, imprescindible para que esas palabras jactanciosas no mueven a risa; hasta no hace mucho los había (tanto más cuanto más se ascendía en la escala social) que vivían plenamente convencidos de que los hospitales, colegios, universidades, carreteras, pantanos, obras públicas y un largo etcétera, los financiaban unos magos que por las noches, mientras ellos dormían a pierna suelta y como benditos, le daban a la maquinita de los billetes. Y es que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Los que desde que recibimos la primera nómina hemos pagado religiosamente, hasta nuestra jubilación, cantidades astronómicas, sabemos lo que es contribuir a mantener un Estado, y, aunque un tanto orgullosos de esa contribución, justo es reconocer que lo que hemos visto y, lamentablemente, seguimos viendo no puede menos de generarnos una gran indignación. Y es así que, al tiempo que el Gobierno correspondiente recordaba a tirios y troyanos que Hacienda éramos todos, lo que veíamos era tan hipócritamente falso como esos viejos lugares comunes que, como cantos de sirena, nos reiteran que la Justicia es igual para todos o que todos somos iguales ante la ley.
Lo que vemos es justo lo contrario. Y es que, como ocurre en Francia con la liberté, la égalité y la fraternité, determinados tópicos sólo sirven para que unos cuantos tipos listos hagan su agosto con el apoyo de los Gobiernos de turno, llegando en su insaciabilidad y avaricia a cotas intolerables. Gentes que aplican a pies juntillas la máxima de 'Vaya yo caliente y ríase la gente'; gentes sin escrúpulos y sin corazón, que chupan la sangre de la ciudadanía como auténticas sanguijuelas y que ponen el grito en el cielo cuando, para paliar el escándalo continuo en que se mueven, el Estado les pone un impuesto extraordinario que se apresuran a impugnar pagando miles y miles de euros a abogados tan indignos como ellos para que los exoneren.
Pues ¿qué decir si no de las ingentes sumas de beneficios presentadas, sin ningún tipo de pudor por la Gran Banca, las Eléctricas y las Petroleras, por poner tan sólo unos cuantos ejemplos? Los casi once mi millones ganados por los cinco grandes bancos en lo que llevamos de año; o los dos mil de Iberdrola y Endesa en idéntico período, dicen mucho del triste papelón de estos nuevos tiranos que, con su voracidad (y ajenos a cuanto sea pagar deudas), tienen sojuzgada a la ciudadanía. ¿Qué puede importarle a estos nuevos Epulones las miserias de los Lázaros que ni trabajando les alcanza el sueldo para vivir dignamente?