1975. El hombre que se quiso morir. ¿Fue Franco tan malo como dicen?

Carlos Dávila
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1975. El hombre que se quiso morir. ¿Fue Franco tan malo como dicen?

Ocho días antes de su fallecimiento, el general balbuceó esta exigencia ante su médico, el doctor Vicente Pozuelo Escudero: «Esto se acaba, pero no me deje, que me dejen morir en paz». Lo contó en su momento el especialista en cuestión en un libro: Los últimos 476 días de Franco con el que José Manuel Lara, abuelo, se forró vendiendo cien mil ejemplares. Se moría a chorros el llamado Caudillo pero no querían que fuera precisamente en paz, aunque acabara en La Paz. Los políticos de entonces sentenciaron en boca del presidente de las Cortes, el burgalés Rodríguez de Valcárcel: «Que no se muera y que aguante todo lo posible». Natural: estaba en juego su reelección y por contra la voluntad del Príncipe Juan Carlos, de clausurar el Régimen del 39 y abrir paso a la democracia. 

La obsesión por mantener con vida a un ser vegetal era tal, que bien lo refleja una anécdota: el día 15 de noviembre de 1975, el director general de Prensa, un ser adusto y de luto siempre, de apellido también Rodríguez y de segundo Del Castillo, exigió así, sin ambages, que el individuo que todos los días en ABC trataba de interpretar los incomprensibles partes del equipo médico habitual (30 galenos, que nunca nadie se ha muerto con tantos médicos alrededor) acudiera a su despacho. El director del periódico, un personaje ciertamente pusilánime, transmitió la orden a su subordinado y este (yo, Carlos Dávila, el mismo que aún viste y calza) acudió a la cita. Rodríguez tardó exactamente dos minutos en advertirme: «Usted está agravando conscientemente la enfermedad del Caudillo, así que si quiere seguir gozando del carné de prensa, no siga por este camino». Aparte de sectarios, eran unos bodoques: cuatro días después el Benemérito, así le apodaban ellos, se murió.

Pero cinco horas antes de que el Régimen lo reconociera, eso, sí. No es cuestión de recordar aquel marasmo que sacudió la vida española de entonces ya agitada sobremanera desde que supo que el rey gurrumino de Marruecos, «nuestro amigo árabe» Hassan II, se lanzaba a la conquista, «reconquista» en su argot, de la plaza española del Sáhara. Dio intendencia y transporte a 350.000 voluntarios, y el franquismo, que entonces iba de sofoco en sofoco, se estremeció. La epopeya, que todavía dura y es actual con el giro marroquí de Pedro Sánchez, se cerró ridículamente para España, tanto que el Régimen mandó a negociar con Hassan II ¡al ministro de Trabajo!, Solís Ruiz que se ofreció como mediador porque «yo -dijo- que soy andaluz (era de Cabra, Córdoba) me entiendo muy bien con los moros». 

España asistía alterada a los postreros fusilamientos de Franco: tres del FRAP y dos de ETA, uno de los cuales, Otegui, era directamente retrasado. No entendía nuestra sociedad que los soldados se dejaran sangre en un Sáhara, cuyos procuradores en Cortes se habían pasado directamente al enemigo. También consideraba una anomalía que 10 dirigentes de Comisiones Obreras, el infiltrado sindicato comunista de Marcelino Camacho, fueran juzgados en el Proceso 2001, pero sobre todo, no paraba de glosar en El Caso un suceso luctuoso que durante muchas fechas nubló la actualidad política inmediata. Y es que en el pueblo sevillano de Paradas, en el cortijo denominado Los Galindos, «alguien», todavía no se ha descubierto quién, asesinó a cinco personas. Desde El crimen de Cuenca, filmado luego por Pilar Miró, no se había visto cosa igual: estallaba la España profunda que a veces produce sujetos que atrapan su escopeta de caza y limpian al forro a sus semejantes. Luego ocurrió con las acémilas de Puerto Urraco.

Pero existía sin embargo en 1975 otra España muy diferente a esta. Había nacido la aclamada clase media, esa a la que ahora tanto besuquea Sánchez. Y el dato era francamente esperanzador: ese año, esta clase representaba ya el 56 por ciento de la población. Nada menos. Desde entonces no hemos parado de empeorar: nuestros economistas institucionales denunciaban en 2016 que, los que entonces no éramos ni carne, ni pescado, la clase media citada, constituíamos solo el 43 por ciento del país. Dos datos neutrales: aquel año trascendental España e Irlanda tuvieron la misma renta per cápita (ahora es la mitad de los del Eire), y este país, que se representaba como únicamente agrícola, no era tal porque el 36 por ciento del Producto Interior Bruto procedía de origen industrial. Franco, siempre pregonero de lo social, construyó más hospitales que ningún otro Gobierno que le haya sucedido, creó las pensiones de jubilación y viudedad, y estableció la edad obligatoria de marcharse a casa para millones de trabajadores pensionistas. Y encima había muchos menos empleados públicos: 700.000 contra los dos millones y medio de ahora mismo. Son datos, qué le vamos a hacer.

Hace años, un socialista, ministro a la sazón de Justicia. Enrique Mújica, reconoció: «Aquel hombre nos encarcelaba si piábamos de política, pero hizo cosas, eso es indudable». Por eso puede preguntarse ahora si en ciertos aspectos como los citados Franco fue realmente tan malo. Pero no es el caso entrar en el debate de aquel año en que, por ejemplo, otro factor de modernización, la Renfe, eliminó el último tren a vapor del país: el Rapidillo entre Madrid y Guadalajara. Si entonces, como en el AVE ahora, hubiera habido pantallas de televisión, habríamos comprobado que España se paralizaba en sobremesas interminables, con Pipi Calzaslargas, una rubiacha, suequecita con trenzas que arrobaba a mayores y pequeñitos, como recitaba Pepe Iglesias El Zorro y que era la base de una programación televisiva del monopolio de TVE en la que José María Íñigo consiguió que un vendedor de peines, un trilero israelí de nombre Uri Geller, doblara cucharillas previamente preparadas al efecto.

Pero los artistas se rebelaban. El más famoso de la época, el simpar Adolfo Marsillach, promovió entonces una huelga de actores y actrices que terminó con alguna de ellas en la cárcel, la angelical Tina Sainz sin ir más lejos. Primero, correlativamente fueron los curas y luego los artistas los que se levantaron en la nación contra La Oprobiosa. Hasta Paco de Lucía y su guitarra prodigiosa se subieron al carro de la protesta, él que estaba casado con la hija del general Varela. A todo esto a Juan Carlos de Borbón le seguía Santiago Carrillo llamando El breve, pero el Príncipe daba síntomas de que a Franco y sus fans ya no les gustaba nada. Pidió el indulto para los ejecutados terroristas y el búnker le sentenció: «No es de los nuestros». La censura habilitó pródigamente el mensaje. Eso en un momento en que los espías de la moral aflojaron la vigilancia, lo que permitió que una Goyanes enseñara un pecho en el teatro y una jienense, la Cantudo, tiempo después se desnudara en Pamplona, en Pamplona nada menos, de donde se decía entonces que fornicar no era un pecado, era un milagro: la España del 75 que despidió casi unánimemente, por doquier (¿o es mentira?) a Franco.