Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


No a la guerra

28/02/2022

Lo que parecía improbable, por no decir imposible, se producía en la madrugada del 24 de febrero: la tan temida invasión de Ucrania por parte del hombre de hielo, Vladimir Putin. Él solo, endiosado hasta límites increíbles, esos mismos del autócrata que, como Hitler y Stalin, se cree imbuido de un mesianismo absoluto.
Admirado por dos tercios de los ciudadanos de Rusia (en especial desde el momento en que tan a bajo costo se anexionó Crimea), convencido de la debilidad de Europa y de la falta de liderazgo desde que la canciller Merkel abandonó el poder,  sabedor de que Estados Unidos está gobernado por un anciano presidente de pies de barro, y respaldado por una China obsesionada por anexionarse Taiwan, Putin acaba de caer en la misma tentación de Sadam Husein y Gadafi, sobrepasando una línea roja que lo sitúa en el sendero de los malditos.
Conmovedoras las palabras del presidente ucraniano Volodimir Zalenski trayendo a colación, ante el mundo, las tremendas palabras de Brecht: «Vinieron a por mi vecino, pero como no iba conmigo, no moví un dedo. Vinieron a por mi otro vecino, pero como tampoco iba conmigo, tampoco moví un dedo. Vinieron luego a por mí, y me vi solo y sin ayuda». Zalenski, como buen ucraniano, sabe, igual que lo saben los polacos, lo que es vivir entre dos colosos que de  cuando en cuando se emborrachan de poder y parten a la caza del vecino. ¡Qué de sufrimientos!
El aviso no puede ser más evidente: primero Ucrania, luego Estonia, después Letonia y Lituania, luego Hungría, y así sucesivamente. Putin, arrellanado en su sillón junto a una de esas inmensas mesas, tan gélidas como su cerebro, se siente Dios y, como tal, pretende corregir la Historia a base de zarpazos. Putin es de los que su inmensa vanidad le impide analizar la Historia y ver que está actuando como Hitler, primero Austria, luego los Sudetes, después Checoslovaquia, y entonces, convencido de que tenía el mundo a sus pies, Polonia… Un paseo militar hasta Stalingrado. Lo demás no hace falta contarlo. Pero que un país que pagó con 26 millones de muertos su tributo a la Segunda Guerra Mundial, más los de la Primera, más los de la Revolución, más los perpetrados por Stalin (en total, por encima de los 60 millones), se lance a una aventura tan odiosa y peligrosa como la que acabe de iniciar, poniéndose como Atila del otro lado  de la Historia, es de locos, de insensatos o de desesperados.
Desde la crisis de los misiles de Cuba, protagonizada por Kennedy y Krustchef, el mundo no asistía a un órdago tan peligroso (el terrible poder aniquilador de los arsenales nucleares parecía, en sí mismo, una garantía de paz). El problema era el del loco con poder absoluto. Por un momento se pensó que podía ser Trump, y mira por dónde… No, la Historia no puede repetirse, entre otras cosas porque, como es bien notorio, una Tercera Guerra Mundial significaría el final de nuestra civilización.
Sea como fuere, la Historia se repite esta noche en Kiev y en toda Ucrania: filas interminables de automóviles tratando de huir, supermercados vaciados, estaciones de metro atestadas de gente (muchos niños) buscando protección contra las bombas. El terrible ritual que a nuestros padres les tocó vivir en 1936. Lo que ocurra a partir de mañana (viernes) es una puñetera incógnita. Los políticos europeos y la OTAN hablan de durísimas sanciones; Biden dice que de tropas nada; naturalmente es bastante más rentable enviar armas que de alguna forma se acaba cobrando; la extrema izquierda calla, cobarde, y el mundo no da crédito al lenguaje mendaz del Kremlin que afirma taxativamente que la cruzada que acaba de iniciar tiene como objetivo poner fin al nazismo de los dirigentes ucranianos. Setenta años más tarde empezamos a entender a McArthur y a los macarthuristas y hasta a Ronald Reagan.