Javier del Castillo

Javier del Castillo


Cuando renunciar es ganar

06/10/2022

Lo recordaba Eduardo Madina el otro día, durante la presentación del libro de Fernando Jáuregui, La foto del Palace (Esfera de los Libros). En la transición democrática -con algunos errores, pero con muchos más aciertos- los dirigentes políticos de entonces cedieron y renunciaron a intereses particulares y a luchas partidistas para lograr un objetivo común, que era la concordia entre los españoles. 
El interés general prevaleció sobre el interés individual. Suárez renunció a su pasado de ministro-secretario general del Movimiento, González renunció al marxismo y a la República, Carrillo casi se hizo monárquico y Fraga se olvidó de Franco y aceptó las nuevas normas de juego democrático. 
 Aquellas concesiones, ahora cuestionadas y criticadas por líderes populistas nacidos y formados en la nueva sociedad democrática, hizo posible que España dejara atrás una larga dictadura, saliera del aislamiento y se incorporara en 1986 a la Unión Europea. Aunque sólo fuera por eso, la generación del 78 merece un respeto. No tiene sentido, como señaló en ese mismo acto Fernando Ónega -cómo echo de menos sus comentarios en Onda Cero-, intentar destruir ahora, casi medio siglo después, una de las mejores cosas que hemos hecho los españoles. El espíritu del 78 consiguió que los odios y rencores dejaran paso a la concordia y la tolerancia. A lo que algunos llamaron entonces el abrazo de las dos Españas.
En vísperas del 40 aniversario de la abrumadora victoria de Felipe González -Elecciones Generales de 28 de octubre de 1982-, se me ocurren una serie de reflexiones sobre la responsabilidad y la generosidad de aquel Partido Socialista, que apostó por la moderación y la prudencia. 
Era un momento delicado y González asumió la responsabilidad de conducir el cambio que necesitaba España con generosidad, sin sectarismos y buscando lo mejor para el país. Aunque luego vinieron los GAL, los roldanes, las divisiones internas y la corrupción, lo cierto y verdad es que aquel Partido Socialista supo estar a la altura de las circunstancias, jugando un papel destacado -a veces hasta decisivo- en la consolidación de la democracia.
Porque con los 202 diputados que consiguió el PSOE en el 82 (ahora tiene 120) podía haber caído en la tentación -como recordaba también Ónega el otro día- de cargarse la Monarquía, o alimentar desde el poder los deseos de venganza de algunas minorías radicales. Sin embargo, decidió colaborar y ser una pieza clave en la transición democrática. 
Aquella generación y aquella clase política de 1978 no estimuló odios ni rencores. Tampoco fue levantando losas, ni buscando enemigos donde sólo había adversarios. Ni llamaba fachas -como ahora hace Pablo Iglesias, expresidente del Gobierno- a los que no son de tu cuerda. Los políticos de entonces, fueran de derechas, de centro, de izquierdas o de ideología indefinida, se escuchaban entre ellos y no tenían problemas para sentarse a negociar proyectos y soluciones que beneficiaran al común de los ciudadanos. Nada que ver con lo que ha venido después.
Una pena, porque en la actual coyuntura el espíritu de la transición tendría que ser la mejor arma de futuro. Lo manifestaba así, con rotundidad y convicción, en el Hotel Palace Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, uno de los dos padres de la Constitución que quedan vivos, junto a su tocayo Miquel Roca. 
Y lo decía a un paso del Congreso de los Diputados, con educación, sin necesidad de insultar a nadie.