Javier del Castillo

Javier del Castillo


28 de octubre de 1982

31/10/2022

Cuando Felipe González se asomó, con Alfonso Guerra, por una ventana del Hotel Palace para celebrar la abrumadora victoria electoral del 28-O, con el 48% de los votos y 202 diputados, nuestro actual presidente del Gobierno tan sólo tenía 10 años. Cuando González se dirigió a sus seguidores para pedirles calma y anunciar su proyecto reformista y modernizador, yo tenía 25. Había comenzado a trabajar en el suplemento dominical del Diario YA y le había aplaudido al líder socialista en el mitin de cierre de campaña, celebrado en la Ciudad Universitaria de Madrid. 
Pedro Sánchez entonces era un niño y seguramente a nadie se le pasó por la cabeza explicarle lo que significaba aquel cambio político en España, que González resumió en estas palabras: «que España funcione». Recuerdo cómo en aquel mitin de la Complutense, al que asistimos cerca de 400.000 personas, González pidió el voto a los españoles para «conquistar el futuro, en paz y libertad». 
Gestionar aquella mayoría absoluta conseguida por el PSOE hace ahora 40 años suponía una gran responsabilidad, en un país que tenía muy reciente la intentona golpista del 23-F y que además vivía una situación económica muy complicada: la inflación estaba en el 14%, el paro en el 16,5% y el crecimiento rondaba el 0,5%. Sin embargo, una gran mayoría de españoles votó ilusionada el proyecto socialista. La sociedad española soñaba con esa transformación que permitiera la incorporación de España a las instituciones europeas. 
A Sánchez habría que recordarle, en estos días de celebraciones, que el primer gobierno de González, pese a su mayoría absoluta, fue capaz de negociar y aceptar las enmiendas de la oposición. Decirle, a ver si de una vez se entera, que por encima de los intereses partidistas y ambiciones personales están los intereses de nuestro país. González aprovechó los apoyos de la socialdemocracia alemana y las buenas relaciones con Estados Unidos para sacar a España de su aislamiento, casi secular, y para consolidar la democracia, reformando de paso las instituciones que más resistencia oponían a los cambios y a las propuestas de participación ciudadana. 
El liderazgo y el carisma de González no admite comparación con muchos de los liderazgos posteriores. Su figura, a pesar de algunos errores, está por encima de quienes le sucedieron en el partido y en el Gobierno de España. A González, por mucho que le insistan en que haga un esfuerzo para no hablar mal de Sánchez, nadie le va a convencer de que no es de recibo pactar con quienes han apoyado el terrorismo y con quienes intentan dividir a los españoles y cargarse el actual sistema democrático. 
Hay cosas que están por encima de la supervivencia en el poder. La buena imagen de González, sobre todo a finales de los 80, se fraguó en la responsabilidad y en el entendimiento con el adversario. La imagen de Sánchez se ha fraguado en una trayectoria de oportunismo, mentira y propaganda. El vale todo, incluido el insulto y el desprecio a quienes no aceptan el pulpo como animal de compañía, tampoco facilitan la credibilidad y el respeto hacia el actual inquilino de la Moncloa. 
Además de reconocer la figura política de González, la efeméride del 28-O está sirviendo para subrayar las diferencias entre aquel primer presidente socialista y el actual. 
Y, sinceramente, se mire por donde se mire, las diferencias son abismales.