La pluma y la espada - Bernal Díaz del Castillo

El gran corresponsal de guerra de la Conquista de México (I)


El cronista español participó en muchos de los hechos que fueron objeto de sus narraciones, en las que relata la gran gesta que capitaneó Hernán Cortés

Antonio Pérez Henares - 12/12/2022

Bernal Díaz del Castillo nació en Medina del Campo, hijo de un regidor de la villa, de nombre Francisco y apodado El Galán por su buena presencia, según cuenta su propio hijo nacido, por cierto, durante los años en que las naves de Colón, tras haber dado con islas, ya arribaban a la Tierra Firme de América, aunque seguían creyendo que eran las buscadas Indias y donde estaban las ansiadas especias.

Debió ser aquello predestinación, pues Bernal, que poco de provecho había hecho hasta el momento, amén de conseguir destreza con las armas y leer novelas de caballerías y que de fortuna estaba más bien magro, se embarcó muy jovencito, ni siquiera llegaba a los 20 años, rumbo al Nuevo Mundo en la flota que llevó al duro Pedrarias Dávila a su gobernación de Castilla del Oro, Panamá, para que nos enteremos todos.

No le debió gustar mucho lo que vio y menos las formas del gobernador, autor de la decapitación del descubridor del Pacífico, Vasco Núñez de Balboa, que en cuanto pudo se marchó para Cuba donde mandaba, tras conquistarla, sin excesivo esfuerzo, Diego Velázquez de Cuellar. Este le prometió encomiendas de indios pero no le otorgó ninguna y decidió unirse a las primeras y bastante desgraciadas expediciones que salieron de la isla hacia la península de Yucatán, el Golfo de México y La Florida al mando de los capitanes Francisco Hernández de Córdoba (1517) y Juan de Grijalba (1518) y el famoso piloto Antón de Alaminos. Se toparon con los restos de la civilización maya y con el dominante y feroz imperio azteca y su gran poderío militar que en nada se parecía a lo encontrado hasta el momento. Los españoles fueron derrotados en sus intentos de desembarco, Hernández de Córdoba pereció a causa de ello y Grijalba retornó con la hueste diezmada. Hacía falta un Hernán Cortés para aquello y con él marchó el joven Bernal en busca de honor, fama y oro.

Bernal Díaz del Castillo, el gran corresponsal de guerra de la Conquista de México (I)Bernal Díaz del Castillo, el gran corresponsal de guerra de la Conquista de México (I)Con el gran conquistador extremeño, aunque hasta entonces nunca había participado batalla alguna de consideración. Con él hizo toda la campaña que culminaría en la toma definitiva de Tenochtitlan tras haber tenido que salir huyendo en la famosa Noche Triste después de la muerte de Moctezuma, de cuya custodia Bernal estuvo algún tiempo encargado, llegando a tener por él gran simpatía y aprecio. Combatió en las más decisivas batallas, desde Cempoala a Otumba, y tras la definitiva victoria se estableció en aquellas tierras participando más tarde en la expedición hacia Honduras y en la de Guatemala, de la que fue uno de los actores principales y de cuya capital, Santiago de Guatemala, acabaría por ser con el tiempo nombrado regidor y donde escribiría su famosa Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, donde falleció a una edad muy longeva, en 1580, cuando ya había superado los 90 años. 

Algunas imprecisiones en el texto pueden ser achacadas a la debilidad de algunos de sus recuerdos, pero es sin duda el gran cronista de aquella magna epopeya que vivió en primera línea y en persona. El Pulitzer de periodismo, aunque por entonces ni existía dicha profesión, más merecido de los que se pudieran haber otorgado. Desde luego, un gran «corresponsal de guerra». Cada uno de sus capítulos hubieran merecido los honores de primera página y titulares a cinco columnas, por la importancia de los escenarios en los que estuvo presente, la trascendencia de lo que narraba, su cercanía a la acción y su forma de relatarlo.

Perfil con detalle

A través de él, podemos conocer al detalle tanto los grandes momentos como los aspectos más cotidianos de aquella grandiosa y aparentemente imposible empresa que capitaneó aquel genio de la estrategia, la diplomacia y la guerra, y tener un retrato directo de todos y cada uno de sus personajes más relevantes. Desde el propio Cortés a cada uno de sus capitanes y, también, a los dirigentes mexicas, al propio emperador Moctezuma o a Cuatemoc, a los que trató de manera muy directa en el caso del primero, y a los que supo calar y hasta comprender. Díaz del Castillo escribe como lo que es, un soldado. De habla y escritura directas, sin andarse por las ramas. Cuenta las cosas como las ve y le parecen. Los personajes alcanzan su dimensión más humana. En el caso de Cortés, ello resulta fascinante. 

Sobre el conquistador se han vertido todo tipo de exageraciones, tanto por detractores como por aduladores. Bernal lo tiene en gran aprecio y es evidente que le admira como líder y capitán, pero lo retrata con toda honradez y no deja de afearle algunas cosas si así le parece oportuno. Pero su genio y su ingenio, su valor, diplomacia, inteligencia y su aguda intuición y expresión brillan de manera esplendorosa. Al final, el honrado retrato de su entonces joven soldado le honra más que el de cualquiera de sus aduladores.

Algo similar ocurre con el resto de sus capitanes, a quienes retrata con gran precisión y en sus momentos más decisivos. De Diego de Ordaz relata su epopeya ascendiendo con otros dos compañeros hasta su cima a los 5.452 metros de altitud y con el volcán en actividad: «Y todavía el Diego de Ordaz con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo, que no se atrevieron a que comenzó el volcán a echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas y mucha ceniza y temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán y que estuvieron quedos sin dar más paso adelante que de ahí a una hora que sintieron que había pasado aquella llamarada y no echaba ni tanta ceniza ni humo y que subieron hasta la boca, que era redonda y que habría en el anchor un cuarto de legua y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados».

No sería Ordaz el único escalador, sino que la hazaña sería rematada por otros tres soldados y, en esta ocasión, con un componente mucho más vital y práctico que un capricho de alpinista. Se estaban quedando sin pólvora y para fabricarla necesitaban azufre, por lo que tuvieron que realizar una todavía mayor y más peligrosa proeza. Por orden de Cortés, un soldado llamado Francisco Montaño en compañía de otros dos, Larios y Mesa de apellido, hubieron de ascender hasta el cráter y luego, atando a Montaño de los pies y sujeto por los otros, hacerlo descender hasta donde se encontraba el imprescindible azufre. Venciendo todo miedo, y era para tenerlo, desde luego, consiguió llenar un costal entero, ser izado de nuevo y lograr su objetivo. 

La impresión la dejó el propio Montaño, así relatada: «Era cosa espantosa volver los ojos hacia abaxo, porque aliende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas, de rato en rato, aquel fuego infernal despedía». Cortés lo había elegido por algo. Montaño era sin duda un tipo bragado, había sido el primero en subir a lo alto del Templo Mayor en el asalto definitivo, resultando herido en la cara y también había sufrido otras en el cuerpo durante la batalla de Otumba.

Sus más admirados

Bernal retrata también a los demás grandes capitanes de Cortés. A Cristóbal de Olid, durante mucho tiempo uno de sus lugartenientes más próximo, y que al final, seducido por las promesas de Velázquez, encabezó una rebelión contra Hernán, que a la postre le costó la cabeza, pues derrotado y merced a su condición de hidalgo, en vez de sufrir la horca, fue decapitado. No escatima elogios hacia él, aunque señala el mal paso que dio y que le llevaría a ser ajusticiado. Valoró su temple y entereza: «Era un Hector para combatir persona por persona, y que si como fuera esforzado tuviera consejo, fuera mucho más tenido, mas que había de ser mandado».

Su mayor admiración la reserva para quien fue el capitán de la propia compañía de la que formaba y al que profesa una verdadera adoración, el leal Gonzalo de Sandoval. Sobre este no pone pero alguno ni vierte la más mínima sombra sobre su conducta y lo defiende encendidamente por encima de todos los demás. Recoge todas sus hazañas y se lamenta de su muerte, que no tuvo lugar en combate, sino tras ser gobernador de México al regresar a España, a la llegada al puerto de Palos, con el propio Hernán Cortés, cuando le acompañaba a este a presentarse ante el rey y «besar los pies de su majestad».

Le debemos también una precisa descripción al emperador Moctezuma. Y no solo física, pues al ser uno de los encargados por Cortés de su custodia, lo trató con asiduidad y da cuenta de detalles de su carácter que él aprecia como afable y cariñoso. El jefe mexica supo, desde luego, ganarse el corazón de su joven carcelero, abrumado por su magnificencia y poderío, con regalos y buenas palabras: «Era el gran Moctezuma de edad de hasta cuarente años y de buena estatura e bien proporcionado, e cenceño e pocas carnes y la color ni muy moreno, sino propia color e matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían las orejas, e pocas barbas prietas e bien puestas e ralas y el rostro algo largo e alegre, e los ojos de buena manera,e mostraba su persona, en el mirar, por un cabo amor e cuando era menester gravedad; era muy polido y limpio, bañabase cada día una vez, a la tarde». 

Buenas palabras

Tras su muerte, apedreado en la azotea del palacio por sus súbditos, demostró su pena: «Entre nosotros, de los que le conocíamos y tratado, fue tan llorado como si fuera nuestro padre, y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era».

También tiene palabras para quien, tras haber sido su enconado rival, fue su sucesor, Cuatemoc, después de ser apresado al intentar la huida cuando Tenochtitlan estaba a punto de ser tomada. Le trata con respeto y no oculta la terrible escena de su tormento para intentar arrancarle, infructuosamante, el secreto del lugar donde habían escondido sus tesoros: «Le quemaron los pies con aceite». De ello culpa al tesorero real y rival de Cortés, Julián de Alderete, y exculpa al conquistador que había prohibido el darle suplico: «Mucho le pesó a Cortés que a un señor como Cuatemoc le atormentasen por codicia del oro».