1986: «Por el buen camino», nuevo triunfo de Felipe

Carlos Dávila
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1986: «Por el buen camino», nuevo triunfo de Felipe

Tierno: ¿Habrá abandonado Dios a un buen marxista? Fue alcalde de Madrid de rebote porque los jefes socialistas con los que se había asociado desde su inicial PSP le querían lo más lejos posible, así que le hicieron primer munícipe de la capital del Reino tras ser segundo en las elecciones para el Ayuntamiento. Y Tierno Galván, don Enrique para todos, se preocupó de no pasar desapercibido. Irritaba al dúo González-Guerra, tanto que este le tituló «víbora con cataratas». Se hizo querer por sus singulares bandos, el primero se lo dedicó al cuidado de los jardines, el último, ya con el pie en el estribo, a despedirse de sus convecinos con un adiós para el recuerdo: «Dios no abandona nunca a un buen marxista». Su entierro pareció en Madrid por lo menos el de un rey austrohúngaro: su féretro en una carroza del XVII y tras él la toda España viviente con el Rey a la cabeza. Don Juan Carlos comentaría festivamente tras ese 19 de enero que «casi nos vamos a la tumba con él, porque los caballos de la carroza se cagaban (textual) y no nos caímos de milagro».

 

No le dio tiempo al buen alcalde a presenciar una de las epopeyas más comprometidas de la gobernación de Felipe González; el referéndum OTAN que convocó para el 12 de marzo. Era una rectificación en toda regla que el Ejecutivo realizó con martingalas y recovecos. Al final, se inventó una pregunta que los españoles entendieron solo a medias: «¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por la Constitución?» Y, ¿cuáles eran esos términos? ¡Ah! nunca se supo del todo, de manera que, llamados los españoles a votar, el 40,5 por ciento se quedaron en casa, cosa que les había recomendado encomiásticamente el líder conservador Manuel Fraga, una mala decisión que a la postre le costó la salida. «Solo» se pronunció a favor el 52,5 por ciento, o sea, que el embrollo gubernamental se ganó por los pelos. ¿Se ganó ciertamente? Pues esto es lo que les diría a reducidos cronistas un par de años después el líder de la minoría catalana, Miguel Roca, que confesó a unos asombrados periodistas: «Ese día, a las seis de la tarde, el NO superaba al SI en seis puntos, ¿qué sucedió realmente en esas dos horas?». 

¡Para qué ahondar ahora en la duda! El presidente se creyó reforzado y, apenas pasado el sofocón, convocó nuevas elecciones para el 22 de junio con nueva victoria para sus huestes que retuvieron 184 de los 202 escaños que habían conseguido en el hito del 82. «Por el buen camino» rezaba el eslogan del partido en el que el campeador se había despojado de la camisa a cuadros y de la chaqueta de pana y se había vestido con un elegante traje de mandatario europeo, una jerarquía que había asumido el primero de enero de aquel año. En las elecciones no le hizo sombra una precipitada alianza de conservadores, Fraga, democristianos, Oscar Alzaga, y presuntos liberales, José Antonio Segurado («Yo quiero -había advertido- la cartera de Economía»). Iluso él; se quedó el conglomerado de centroderecha en unos raquíticos 105 escaños que solo sirvieron para que los democristianos se fugaran y se independizaran acrisolando una vez más su inveterada costumbre transfuguista. Decíamos pues que a Fraga entre el fiasco de la OTAN y la corrida en pelo de los comicios se le hizo imposible la permanencia como apóstol del conservadurismo hispano, así que se marchó a Galicia, tras un paso más o menos fugaz por la aburrida Bruselas, donde, según decía, lo «único bueno que puede pasar es cobrar opíparamente a fin de mes». El tedioso Parlamento Europeo.

Pero, precisamente, en Bruselas y en otras muchas capitales del mundo nuestro antiguo embajador en Moscú, Juan Antonio Samaranch, se empeñó en «adquirir» cientos de voluntades para conseguir una meta histórica: la de Barcelona sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Antes de que el propio Samaranch, ya presidente del Comité Olímpico Internacional, leyera solemnemente la papeleta de «¡Barcelona!», nadie en España dudaba de la conquista, porque como confesaba el entonces ministro de Defensa, y exalcalde de la ciudad Condal, Narcís Serra: «Si un país no tiene objetivos políticos suele ganar el mejor». Y España, que sí albergaba tales objetivos, no era el mejor, aunque luego la Barcelona, muy entronizada entonces en el país, construyó los mejores Juegos que se recuerdan. Con ellos, nació un ingenio del diseñador Mariscal al que se bautizó como «Cobi», un muñeco surrealista y naif que hizo ricos a su creador, desde luego, y a los productores de una serie que se jaleaba desde China hasta las Azores.

Eran buenos tiempos aquellos de promisión para España aunque, claro, ETA seguía aterrorizándonos; aquel año asesinó a 47 inocentes, entre ellos, el almirante Cristóbal Colón de Carvajal y a un militar golpista muy reincidente, Sáenz de Ynestrillas. A ETA le plantaba cara el GAL, al punto que, en Francia, su mejor ministro del Interior para España, de apellido Pasqua, transmitió: «O dejáis de atentar aquí, o no os devolvemos a ningún terrorista». Así que el Gal duró únicamente un poco más, también porque en las cancillerías europeas de la Comunidad se estaban poniendo «nerviosos» con tanta sangre. Ya tenían bastante los comunitarios con arrearle la badana a la Unión Soviética por el estallido de la central nuclear de Chernóbil, una catástrofe que, exportada hábilmente por la izquierda internacional, de la cual eran miembros activos precisamente los soviéticos, terminó casi para siempre con esta fuente de energía. La socialdemocracia europea además sufrió en aquel tiempo un duro golpe cuando un fanático del que después se ha sabido muy poco, mató al moderado sueco Olof Palme, una de las referencias internacionales de Felipe González.

Aquí, en España, ganaba y ganaba Pujol en Cataluña y, en el País Vasco, se pegaban a palos los contendientes nacionalistas Javier Arzalluz y Carlos Garaicoechea que por fin partieron peras por entender que sus criterios sobre una ley que tenía siglas de hormona: LTH, Ley de Territorios Históricos, eran absolutamente divergentes. Se divorciaron una noche de invierno crudo en un seminario vasco, el de Artea, como correspondía a un partido de extracción fuertemente clerical. Garaicoechea, la esperanza frustrada del PNV, fundó un partido hipernacionalista, Eusko Alkartasuna que, con el tiempo, ha terminado de muletilla de una coalición, Bildu, en la que mandan los que hasta hace muy pocos años nos asesinaban. Por ejemplo, a María Dolores González Catarain, una exdirigente de la banda que se había acogido a las medidas de reinserción del Gobierno y que pagó su atrevimiento con dos tiros en la nuca cuando jugaba en la plaza de su pueblo con su hija, casi un bebé.

Por lo demás, en el suelo patrio se confirmaba el noviazgo de la Presyler con Miguel Boyer; se inauguraba el Museo Reina Sofía de Arte Contemporáneo en el que todavía hay expuestas obras dignas al lado de espantosos bodrios; Berlanga no dejaba de divertir al personal con sus malvadas películas desde la casi inicial Calabuig a La Escopeta Nacional, el retrato más vivo que se ha hecho nunca de la España del tardofranquismo; Butragueño metía goles a go gó a Dinamarca en México y, de pronto, nació la televisión matinal de la mano de una Pilar Miró que terminó siendo víctima de su propio partido, el PSOE. Una faldita de cuero marca Loewe y una braguita con pespuntes le convirtieron en todo un epígono de la corrupción nacional. Ella se movía y el Guerra malo de entonces había dictaminado que eso era tanto como no salir en la foto. Menos aún en «su» televisión.