Aunque hay motivos de fondo, el Partido Popular tenia que haber negociado la renovación del Consejo General del Poder Judicial hace cuatro años, tal como marca la Constitución. Las leyes hay que cumplirlas, a pesar de que no sean aceptables, y luego, si se tienen los votos suficientes, cambiarlas. O renovar y acordar, simultáneamente, un cambio en la elección de sus miembros como exige Europa. También eso vale para Núñez Feijóo aquí y ahora.
Dicho eso, a Pedro Sánchez y a sus socios de gobierno y de investidura les importa un bledo la renovación del Poder Judicial, salvo por el nombramiento de dos magistrados del Tribunal Constitucional que tiene que hacer el Consejo, y que habilitaría los dos que son competencia del Gobierno, porque lo que les interesa y les preocupa es garantizarse una mayoría suficiente y un presidente cercano en este órgano, donde se van a dirimir leyes como la de la eutanasia, la reforma de la sedición, la ley trans, la de memoria democrática, el aborto y otras cuestiones de enorme relevancia, incluidas algunas que pueden afectar a la actuación del propio Gobierno.
El Tribunal Constitucional está haciendo una dejación de funciones de carácter grave al negarse a dictar determinadas sentencias para que lo haga el futuro tribunal renovado, a pesar de que alguna de esas decisiones debería haberlas tomado hace uno, cinco o diez años y no lo ha hecho. Es evidente que su presidente y los miembros del TC estiman que sus decisiones podrían ser diferentes y hasta divergentes en función de la composición de sus miembros, es decir de la mayoría resultante, teóricamente más favorable al Gobierno. Es decir, que la interpretación de las leyes pesa más que la propia legalidad. Nada de eso favorece que los ciudadanos crean en la independencia de la justicia.
Que al Gobierno le importa un bledo el Consejo del Poder Judicial lo demuestran varios hechos: haber bloqueado hace meses su capacidad de hacer nombramientos, lo que está teniendo graves consecuencias para muchos ciudadanos por el colapso del Tribunal Supremo y otros órganos jurisdiccionales, y haber levantado el veto para que sí pueda hacer los de dos magistrados del Constitucional.
Es el propio Gobierno el que incumple, no solo abusando del decreto ley, sino también saltándose lo que las leyes marcan: ¿por qué negocia Moncloa lo que corresponde al Parlamento según la Constitución? ¿Es verdad que el presidente se comprometió con el líder de la oposición, como ya había dicho en otras ocasiones públicamente, a no modificar el delito de sedición, y al mismo tiempo pactaba con ERC llevarlo a cabo? La ley de Memoria Democrática, pactada con Bildu -que olvida a las víctimas de ETA y acuerda "investigar los crímenes del franquismo hasta 1983"-; el "ascenso" de la ex fiscal general del Estado, como pago por los servicios prestados; el silencio sobre la expulsión ilegal de centenares de migrantes y la muerte de otros muchos en Marruecos, tras la tragedia de Melilla -denunciado por el propio defensor del Pueblo y por un reportaje de investigación de la BBC-; la disparata ley trans o la toma de RTVE cambiando los Estatutos, son otras de las acciones del Gobierno que se sitúan al borde de la ley y que posiblemente acaben en el Tribunal Constitucional. No es baladí quién "manda" en él, como tampoco lo es -Sánchez lo dijo- quién manda en la Fiscalía General del Estado. No lo es, tampoco, que el presidente del Gobierno diga hoy una cosa y mañana la contraria sin el menor rubor. Tres ejemplos: "con Bildu no se acuerda nada"; "si depende de los votos de Iglesias, nunca seré presidente del Gobierno"; "no se reformará el delito de sedición, el acatamiento de la sentencia significa su integro cumplimiento".
La creciente degradación institucional hace que vivamos en la inseguridad y en la incertidumbre, a veces provocadas por razones externas -la pandemia, la guerra en Ucrania, la crisis económica- pero muchas veces, la mayoría, porque nadie respeta las leyes y nadie hace lo que debe.