1985: Toreros muertos y caravana de solteras

Carlos Dávila
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1985: Toreros muertos y caravana de solteras

Seis años oficiales después y muchos más oficialistas, España se daba el gusto el 7 de junio de ingresar en la que entonces se denominaba Comunidad Económica Europea. En la encomiástica fecha de entrada solemne (Palacio de Oriente, a los siete días) no se quiso recordar que, en realidad, la negociación había durado varios lustros, justo cuando en 1959 Franco se cargó la autocracia y los tecnócratas, casi todos miembros del incógnito Opus Dei, abrieron la economía y comunicaron que o nos sumábamos a Europa o no saldríamos de Las Hurdes. Un político tesonero, Alberto Ullastres, se dejó las cejas y la salud en Bruselas pidiendo audiencias, pero los pulcros funcionarios de la CEE le daban permanentemente con la puerta en las narices. «O en España hay democracia o no hay más que hablar», le decían. Cuando la hubo, los negociadores españoles, primero Calvo Sotelo y Punset desde la UCD y luego Manuel Marín y Gabriel Ferrán desde el Gobierno del PSOE, se toparon con la Francia del Burdeos y el Borgoña, que temía que estos caldos se dejaran de beber en competencia con nuestros Riojas y Riberas. Pero al fin se sustituyó el vino por el cava, y un ministro, con la corbata plagada de manchas, Fernando Morán, firmó la tan ansiada adhesión.

Fue ciertamente de las últimas cosas que hizo porque una vez con el pasaporte continental en el bolsillo, Felipe González le quitó de en medio al diplomático intelectual que le había estado dando la monserga con la OTAN. El Gobierno socialista estaba rectificando, pero los rescoldos de su oposición pueril a todo lo yanqui y a la Alianza Atlántica se habían quedado anclados en la algarada universitaria. Madrid fue escenario de una enorme manifestación antiamericana a la que asistió el popular alcalde Tierno Galván, no sin ante escribir (en realidad se los escribían) uno de sus atrabiliarios bandos y antes de negarse a proporcionar las llaves de la ciudad, como siempre estuvo mandando, al «vaquero Reagan» que de este modo le titulaba el periodista Carandell. Así que Felipe mandó a Morán a las tinieblas exteriores y le cambió por el tránsfuga Fernández Ordóñez, que luego resultó ser un magnífico ministro de Exteriores. A Morán le acompañó a la calle Miguel Boyer, ya dedicado a la sazón a servir de acompañante en Cortes de la sin par Preysler, la finísima anunciante del marrón glacé.

De resultas de la complicadísima negociación con Bruselas, el presidente González se debió quedar enormemente fatigado y no tuvo mejor idea que sacar el Azor, el barco de Franco, del muelle donde estaba escondido y utilizarlo como yate de vacaciones por Portugal. El periplo estalló en chistes y protestas, pero Felipe se subió a la proa y se justificó: «El Azor es patrimonio nacional y sería un despilfarro seguir teniéndolo amarrado en puerto». Todo sin despeinarse en un país donde los escándalos económicos, la corrupción en suma, ya era moneda de curso ilegal. Recuérdese que el año había amanecido con el caso Palazón, protagonizado por un diplomático antiguo cónsul en Bruselas que montó un chiringuito para sus amiguetes se llevaran el dinero a Suiza, algo prohibidísimo entonces por estos lares. Cayó hasta un catedrático prestigioso de Ciencia Económica, García de Enterría, y su señora, también una princesa que no era tal, Tessa de Baviera, y otro aristócrata, el conde de Gamazo. En total, la evasión, según anunció la Policía del Régimen, llegó a los dos mil millones de pesetas.

Menos llevaban en el bolsillo las 31 mujeres que acudieron a la llamada agobiada de los mozos casaderos del pueblo oscense de Plan y en caravana de pretendientes se presentaron en la villa. Ellas tenían un plan en Plan y de allí, al parecer, salió más de una boda y que, se sepa, únicamente un divorcio. Buen balance. 

Entonces España se divertía con estos aconteceres folclóricos forzados y con otros aún más reales como la detención en El Puerto de Santa María del torero gitano Rafael de Paula, que había contratado nada menos que en Baracaldo a un sicario para liquidar a su señora con la que no se llevaba demasiado bien. Aquel incidente llenó las páginas fusias del país. Pero quien desgraciadamente se llevó la palma de citas fue otro torero, El Yiyo, que venía achuchando y que se dejó la vida en Colmenar Viejo una tarde de agosto en la que un toro le partió literalmente el corazón. La foto del diestro muerto con su madre al lado conmovió a toda España.

Aquel astado fue odiado, pero una correspondiente suya, La vaquilla, se estrenó en España con enorme éxito. Fue otra gamberrada opípara de Luis García Berlanga, que se constituyó en toda una crítica revisionista y cómica de la Guerra Civil. Fue la película más cara en años y dos actores de relumbrón, a los que en la vida les separaba la ideología, Alfredo Landa y José Sacristán, fueron artífices de una obra que todavía llena de risas las televisiones que la rescatan. Hubo muchos incidentes más que accidentes en su filmación, de la que Landa reveló al cronista que en su vida había pasado más calor. Era la España chusca que entonces se lo pasaba chupi con todo, pero que, de vez en vez, se pegaba unos sustos, nunca mejor dicho, de muerte. Por ejemplo en el Monte Oitz en plena Vizcaya, donde un avión de Iberia se topó con un repetidor de televisión, y allí murieron 147 personas, entre ellas un exministro de Franco, de los tecnócratas precisamente, Gregorio López Bravo, cuyo cadáver nunca pudo ser rescatado. Y mientras estos episodios imprevistos se sucedían, otros ocurrían perfectamente articulados, como los continuos asesinatos de ETA y un atentado, el primero de la Yihad en nuestro país, que se llevó por delante a varios comensales del bar El Descanso, un mesón situado a la vera misma del Torrejón de Ardoz, donde todavía permanecían los americanos. Por cierto, que en ese ejercicio ETA recibió un gran premio: la Audiencia Nacional reconoció a sus hermanos de Herri Batasuna, la de Ternera antes y la de Otegui ahora.

Ese verano que relatamos se aprobaron los tres supuestos del aborto y la verdad es que el suceso, quizá porque las gentes ya se había marchado a Benidorm, la clase media, y a Marbella, la jet, pasó bastante desapercibido. El Gobierno no paraba de envolver sus fracasos económicos en disfraces para contentar a la plebe y así inventó la antigua Lotería de los Números, la actual Primitiva, que durante décadas ha encandilado a todo el apostante que se tenga por tal. En la vida política, Carrillo se puso fanfarrón con los suyos, se lució como verso libre en su organización, y el Partido Comunista hizo lo que don Santiago -así se le llamó en España hasta su muerte- había hecho durante toda su vida: purgar al disidente, es decir, al propio Carrillo que, meses después, fundó un partido inexistente ya: el de los Trabajadores. Y con trabajadores concluimos porque desde febrero del 84, los operarios españoles pudieron cruzar libremente la verja de Gibraltar que había cerrado años antes Francisco Franco. El gobernador de Cádiz, que dio vuelta a la llave, declaró:«Hoy empezamos a reconquistar el Peñón». No hay noticias de que fuera recompensado con el Premio al Tonto Contemporáneo.